Heroico trabajo se mandaron los de la ONG Russian LGTB Network, que pusieron el cuerpo para documentar la desesperante realidad que les toca vivir a homosexuales en Chechenia, gobernada por un troglodita medieval mulo de Putin.
Escudados en preceptos religiosos (la iglesia ortodoxa rusa con una gran influencia en el Estado por un lado, y las caprichosas interpretaciones del islam por otro), los gobiernos de Rusia y Chechenia promueven legislaciones represivas y amparan prácticas que incluyen persecuciones, humillaciones, linchamientos, tortura y destierro no sólo a manos de las fuerzas "de seguridad" sino también de civiles, envalentonados por su propio miedo a lo que se aparta de las tradiciones más arcaicas.
Esta ONG se encarga de, en una primera etapa, dar refugio a jóvenes que, o bien identificados por la policía (profesionales y aficionados) o también denunciados por sus propias familias, deben escapar del infierno que les espera si intentan (sobre)vivir en sociedad. Luego de ocultarlos clandestinamente, deben relocalizarlos en países que acojan este tipo de refugiados, odisea que puede llevar mucho tiempo y varios países.
La cinta está muy bien documentada, trabajo que implicó arriesgarse con microcámaras ocultas en situaciones límite, y que alcanza momentos de una tensión agobiante, como por ejemplo la quimera que puede representar enfrentarse en esas condiciones a la policía de migraciones en un aeropuerto. Además, tuvieron que utilizarse técnicas digitales para proteger la identidad de muchas de las víctimas.
No tiene desperdicio la semblanza que se hace del presidente Ramzan Kadýrov, y mucho menos la entrevista donde debe responder por Zelim Bakaev, joven estrella de la canción pop juvenil de su país, quien permanece aún desaparecido.

Aftersun de Charlotte Wells, fue ganadora del premio del jurado en la Semana Internacional de la Crítica este año en Cannes. El debut en pantalla grande de esta escocesa de 35 años que nos plantea un viaje retrospectivo (¿y autorreferencial?) marcado por la relación filial entre la protagonista y su padre.
Tierno, emotivo y sensible, el film consiste en un gran flashback de Sophie, quien se pasa una tarde viendo los videos de unas vacaciones a sus 11 años en el mediterráneo con su progenitor. El viaje consiste en un intento de ambos por recuperar el tiempo perdido por la ausencia. Sophie (Francesca Corio, de brillante performance) es una niña a quien la adolescencia se le precipita de manera voraz en forma de preguntas inquietantes y ganas de vivir, donde el vínculo con su padre (Paul Mescal) está en pleno proceso de construcción, y su figura es una referencia permanente. Uno de los puntos altos de la película es precisamente la química actoral entre ellos, que hace que por momentos la película logre momentos deliciosos.
La cinta transcurre en un tono de cierta festividad melancólica, casi inocentemente. Pero ahí es donde reside el mérito narrativo del filme: no aporta precisiones ni cae en golpes bajos, sino que simplemente se dedica a sugerir. Aftersun es un enorme ejercicio de sugerencias. Constantes, esas insinuaciones logran que el relato continúe dando vueltas por la cabeza del espectador durante el visionado y durante los días (¿semanas, meses, años?) subsiguientes. Es en ese ejercicio donde el espectador va armando la trama, que es nada más y nada menos que encontrar las respuestas que de grande se hace la propia protagonista, y en esa sucesión de "fichas que van cayendo" es que llegamos a dimensionar el significado (para ambos) de ese viaje tan representativo en la definición no sólo de su identidad, sino del sentido que para Sophie tiene la vida misma.

La polifacética y multidisciplinaria Romina Paula debuta en cine con una semblanza autobiográfica, donde involucra además de su cuerpo, su propia historia personal. Aborda la crisis de los 40 de una mujer desde una óptica filosófica existencial: maternidad, identidad sexual y vínculos filiales. Desde lo cinematográfico, el filme acierta en el tratado de dicha temática cuando lo hace desde la explotación de los recursos del lenguaje: el ritmo monótono de la cotidianeidad, los vínculos humanos, el retorno a la vida de juventud. Pero, ¿qué aportan las engorrosas digresiones filosóficas, políticas y existenciales, aquí presentadas como un metatexto teatral? Resulta un artificio evitable que convierte en pretensiosa una cinta que narrativamente funciona bien aceitada, y recuerda todo lo indigesto al cine argentino (nuevo y no tan nuevo), impostado y solemne. Por lo demás, la película acierta en la apertura de interrogantes más que en las respuestas, en el planteo de una problemática humana de una manera poco habitual y, ante todo, delicada y cercana, con resultados identificatorios efectivos.

La ópera prima de Márta Mészáros funciona como alegato social y político de la Hungría de 1968: en un contexto de lucha contra la opresión soviética, la directora enmarca este proceso en el contrastante vínculo entre la tradición y la modernidad. Una joven huérfana de Budapest viaja al pueblo donde vive la mujer que la tuvo que dar en adopción, y se encuentra con un hogar patriarcal y tirano. La ilusión de conocer sus orígenes se chocan contra la realidad de un ámbito familiar violento y opresivo, donde el rol subsidiario de la mujer en la estructura social y familiar será motivo de desencanto, incluso de la negación filial.
Protagonizada por la carismática estrella pop del momento Kati Kovács, Budapest mira de manera condescendiente las costumbres más tradicionales y así ensaya una especie de saludo de despedida a un mundo tachado de arcaico. Mientras tanto, mira con un poco de desconfianza la promesa occidental de prosperidad. Tal vez con algo de curiosidad, por qué no. En esa síntesis, Mészáros hace equilibrio entre un anticomunismo sutil y ciertas posibilidades de igualdad de género que no son del todo mal acogidas por las prácticas de una Budapest otoñal, distante.
Formalmente, la dirección tiene un pulso sutil y fluido, como si fuera una mano experimentada quien cuenta una historia que, con algún bache narrativo, dispone de un guión sencillo y sólido, mostrándose como una lúcida tributaria de la nouvelle vague, sobria y delicada a la vez. Herencia enriquecedora que bien supo incorporar el cine de la Europa del este post stalinista.

Opera prima de Derek Cianfrace, este melodrama de tono costumbrista y estética "indie" aparece con una composición sólida desde lo formal, en casi todos sus aspectos. Gosling y Williams (su belleza y frialdad compiten mano a mano) tienen la química adecuada para encarnar una especie de sinfonía sobre la degradación del amor de una joven y agraciada pareja. La fotografía soporta ese tono amargo y lánguido que intenta transmitir el film; además, hay un uso preciso y funcional del flashback como herramienta que compone el relato, que a su vez es aprovechado para introducir giros dramáticos de manera eficaz, y logra así mantener el interés sobre la resolución del conflicto. Tal vez el guión resulte un tanto endeble en función de lo que promete desde un principio, y de lo que finalmente termina concretando, y la idea de "manifiesto generacional" resulte un tanto trillada y poco solvente a la hora de la verosimilitud. Pero si la idea es que, aunque doloroso, las vicisitudes del amor valen la pena ser vividas, entonces el saldo es ampliamente favorable.