Un viejo farero y su nuevo y joven ayudante se ven obligados a convivir durante cuatro semanas, aislados en una pequeña isla.

Rogert Eggers, como ya demostró con “La Bruja”, es un cineasta empeñado en alejarse de los parámetros comerciales y realizar películas personales, de autor. En “El faro”, apoyándose en el blanco y negro y en el formato 1.19:1, logra fabricar una atmósfera opresiva, claustrofóbica, por la que desfilan dos actores en estado de gracia: Robert Pattinson, quien demuestra que merece que le tomen en serio, y Willem Dafoe, que compone un personaje memorable, mitad capitán Ahab, mitad Popeye el marino.

La cámara, con leves y precisos movimientos, constata el devenir de estos hombres atrapados, acosados por la soledad. Esas comidas y borracheras cada vez más delirantes; esas conversaciones expresadas en un inglés extrañísimo; ese clima enrarecido, enajenado; esas notas de humor negro; ese aroma a salitre del que resulta difícil desasirse; las terribles tormentas; el conjunto de desagradables alusiones sexuales; la paranoia y las alucinaciones; el terror que se intuye en lo alto del faro, junto a la luz cegadora: todo contribuye a erigir un film único del que se desprenden infinitas lecturas.

Si entras en la historia, no podrás quitártela de la cabeza.

Frank Sheeran, un antiguo miembro de la mafia que pasa sus últimos días en un asilo, hace balance de su vida recordando sus primeros trabajos, su escalada en el mundo del hampa, la difícil relación con su familia, y la amistad que se forjó entre él y el antaño famoso sindicalista Jimmy Hoffa.

El maestro Scorsese ha vuelto con una película que llevaba años rumiando, y que por momentos parecía que nunca llegaría a rodarse, en una nueva incursión en el género gangsteril que tanto le debe a él, quien siempre se ha preocupado por despojar a los mafiosos de aliento épico y mostrarles en toda su humana complejidad; esos chicos listos, individuos problemáticos, tipos peligrosos, amorales, siniestros, poderosos, que deambulan al margen de la ley, metidos en una espiral de violencia de la que resulta difícil salir. Y lo hace con pericia, con mucho arte, tirando de sus habituales movimientos vigorosos de cámara cuando así se requiere o bien de un pulcro clasicismo, en una narración que te atrapa desde el primer segundo.

Robert De Niro interpreta a un buen soldado, uno de esos hombres a los que encargan los trabajos más feos, al que le distingue la lealtad por sus jefes. Él es el hilo conductor de una historia que recorre la segunda mitad del siglo XX en los Estados Unidos desde un punto de vista inédito, donde los grandes acontecimientos -la invasión de Bahía de Cochinos, el asesinato de Kennedy- son analizados desde la óptica de esos peces gordos que se ocultan en las sombras.

Al Pacino es Jimmy Hoffa, un controvertido y carismático sindicalista, muy polémico, uno de los personajes más populares de su época, embriagado de poder, con múltiples conexiones con la mafia, y las ideas claras sobre lo que es correcto y lo que no ("nunca espero más de diez minutos por nadie. Siempre ataca a un tipo con pistola; con un cuchillo, huye"). Y, por último, un Joe Pesci inmenso, magistral, en un tono muy distinto al acostumbrado, sutil, calmado, encarnando al sibilino y maquiavélico Russell Bufalino.

Sobre ellos descansa un relato que alcanza en su último tercio cotas magistrales y realmente conmovedoras, retratando el ocaso del viejo matón abocado a la soledad y al olvido, a la degradación sin esperanzas, un individuo que lo fue todo y se creyó todo y que ahora empieza a replantearse su existencia y comprende la futilidad de la vida, la inevitabilidad del paso del tiempo, la imposibilidad de reparar el dolor infligido, y que trata de reconciliarse con su pasado en lo posible y aportar algo auténtico a un mundo del que ya comienza a marcharse.

Respecto a la técnica de rejuvenecimiento que han aplicado a los actores, resulta harto decepcionante si uno se fija en la zona de la boca, así como en la manera de moverse que tienen. Pero, en cualquier caso, tampoco desluce en una película cuyo interés se encuentra en otro sitio. Recuerdo que en "El hombre que mató a Liberty Valance" unos maduros John Wayne y James Stewart interpretaban a jovencitos... y no pasaba nada. El cine es una mentira a la que sólo se le debe exigir que sea bella. Y esta lo es.

Parece que está de moda utilizar el argumento de la peli aquella con Bill Murray reviviendo el día de la marmota una y otra vez. No sólo esta serie, sino también la cinta "Feliz día de tu muerte" partía de una premisa similar. Y curiosamente, aquí el resultado fascina a priori. El desarrollo de la idea es estimulante, creativo, ingenioso, combina maravillosamente el humor absurdo y la intriga. La actriz principal, Natasha Lyonne, demuestra carisma y destaca en varios registros, sabe hacer reír y al mismo tiempo logra que nos creamos el drama en el que vive. Los capítulos son cortos y siempre te dejan ganas de más.

Lamentablemente, la cosa se viene abajo con un final que abusa de las convenciones, desmerece la cantidad de ideas que se habían propuesto acabando de esa manera*.

El señor Bevis es un caballero muy particular. Tras ser despedido, el ángel de la guarda acude en su ayuda.

Hay un intento de comedia -se queda en eso-, en este episodio infantiloide, previsible y estúpido, con un mensaje tan ingenuo y obvio que sorprende encontrarlo por aquí. El resultado es fallido, entre otras cosas porque el personaje principal, lejos de generar empatía, da un poco de tirria. En conclusión: una payasada. Imagino que podrá gustar a los fanáticos de “¡Qué bello es vivir!” y de ese tipo de películas. Francamente, no es mi caso.

24 de diciembre. Un peligroso asesino es detenido e ingresado en una prisión psiquiátrica. El centro sufre el asalto de un grupo armado que pretende llevarse al criminal.

He leído por ahí que esta serie es aburrida. Honestamente, no creo que ése sea el problema. Tenemos a un asesino en serie carismático (una especie de Hannibal Lecter), a un padre dispuesto a todo por salvar a sus hijos, a locos que están muy locos (sorpresa), a presos chungos deseando liarla, a una novata que en su primera jornada de trabajo se ve envuelta en un buen follón, a un guardia violento, a mercenarios que no se detendrán hasta alcanzar su objetivo, a una chica misteriosa y letal, a un pederasta con vocación de líder, a una embarazada, a una doctora comprensiva y amable, a un médico que esconde un secreto, a la amiga imaginaria de una interna... Hay peleas entre funcionarios y delincuentes, entre guardias y prisioneros, entre profesionales y psicópatas; hay motines, persecuciones, tiroteos, ejecuciones, suicidios, muertes brutales, muertes inesperadas, constantes giros de guion, flashbacks, cliffhangers... Hay una intriga que apunta a altas esferas, e incluso nos encontramos con un romance entre una esquizofrénica y un preso. Aburrir no aburre.

La premisa me recordó al gran Carpenter y su mítica "Asalto a la comisaría del distrito 13". Aquella película de serie B poseía todas las cualidades que le faltan a esta miniserie: personalidad, valentía, talento, esas cosas. Netflix confecciona productos de impecable factura técnica, en los que sobrevuela la sensación de que lo que observas ya lo viste antes, y mejor. Que la tensión del inicio se diluya en infinitas subtramas o que no te creas nada de lo que se cuenta viene a ser lo de menos. Lo peor es que no te importe. Y la dirección supera las expectativas, y los actores resultan competentes -Luis Callejo, Alberto Ammann, Bárbara Goenaga, o Roberto Álamo, entre otros-. Pero no funciona.