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España España · Barcelona
Críticas de polvidal
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Críticas 348
Críticas ordenadas por utilidad
9
25 de enero de 2011
2 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
La sinopsis de También la lluvia puede provocar pereza. Un equipo de cine se traslada a Bolivia para rodar una película sobre el descubrimiento del Nuevo Mundo por parte de Cristobal Colón, cuyo apellido, ironías del destino, encajaría perfectamente como etimología del término colonización. Una vez en tierras sudamericanas, el personal del filme se encuentra con un conflicto social por la privatización del agua que afectará a las previsiones de producción. El primer asunto ha sido mil veces tratado en la historia del cine y el segundo parece demasiado local como para suscitar el interés.

Sin embargo, la sinopsis no le hace justicia a También la lluvia. Enseguida nos damos cuenta que estos dos sucesos, a priori tan poco llamativos, no son un capricho del guión. El descubrimiento de las Américas por parte de Colón, capítulo ilustre en nuestros libros de historia, no fue un acontecimiento del que convenga vanagloriarse. El filme que los protagonistas pretenden rodar nos muestra el lado menos conocido de la invasión, ese en el que los españoles utilizan a los nativos como esclavos e imponen sin miramiento su propia ley.

En cuanto al hecho más aislado, el de la revuelta popular en una aldea boliviana para evitar que privaticen un elemento tan vital como el agua, termina convirtiéndose en una reflexión universal. Mientras en el hemisferio norte acatamos el recorte de derechos con una alarmante sumisión, en el sur el sentimiento de colectividad permanece arraigado. Su particular lucha y las consecuencias que acarreará al equipo de producción de una película española también sirven para remover nuestra conciencia. Y es que cinco siglos después de la conquista, el expolio salvaje ha ido dando paso a una explotación mucho más sutil pero igualmente humillante.

Icíar Bollaín, gracias al talento de Paul Laverty, el guionista de cabecera de Ken Loach, se aleja de su vertiente más intimista para abordar un proyecto mucho más ambicioso, no tanto a nivel de medios sino de mensajes. También la lluvia quiere golpear de lleno en nuestra mentalidad occidental, personificada en Luis Tosar. Él es el productor de una película cuyo único objetivo es abaratar costes y cumplir tiempos. Las reivindicaciones de los bolivianos son sólo un estorbo para sus planes. Hasta que aparece en escena una de las aportaciones más gozosas del filme, el actor boliviano Juan Carlos Aduviri.

Sin embargo, el círculo perfecto que Bollaín iba dibujando meticulosamente a lo largo de todo el metraje se cierra de manera un tanto imprecisa. Pase que los acontecimientos se vuelvan un poco forzados hacia el final pero lo que no cuela es la fábula final, que aún así no impide que estemos ante una de las mejores cintas que ha dado el cine español en esta insípida temporada.
polvidal
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7
19 de noviembre de 2007
2 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
La guerra de Afganistán y la de Irak, conflictos que inundarán nuestras pantallas en los próximos meses, son el punto de partida para denunciar los vicios de tres de los poderes más importantes de una sociedad occidental: la política, los medios de comunicación y la ciudadanía. Los tres forman parte de un sistema corrompido que hace posible barbaridades como las de estos dos puntos calientes del planeta.

Es evidente que quien ostenta el máximo poder, los gobernantes de un país, ostenta también la máxima responsabilidad en la toma de decisiones. El personaje de Tom Cruise, el senador republicano Irving, es la viva representación del político que cree en su haber el poder de la verdad. Pero la prepotencia es bien conocida en la derecha y Redford no nos vendería nada nuevo sino fuera porque en el diálogo que mantiene el político con la periodista Janine Roth (Meryl Streep) se dicen verdades como templos.

Duro golpe el que asesta el director a los medios de comunicación. Los acusa, mediante Cruise, de actuar como veletas a partir de una reflexión que es la más novedosa e interesante de las que seguramente puedan plantear todas estas películas sobre la política de Estados Unidos que quedan por venir. Redford sitúa la diana no sólo en el máximo poder, sino también en su principal altavoz. Porque tanta culpa tienen los que manipulan desde arriba como los que se dejan manipular desde una posición tan comprometida como es la de informar a la sociedad.

Leones por corderos eleva el interés gracias a los profundos diálogos de sus protagonistas y paradójicamente pierde fuelle en las escenas de acción, escenas de guerra que pretenden dar ritmo a la película y que sin embargo no hacen más que interrumpirla. Sobra decir que el soberbio tándem Redford-Streep, con ejemplares interpretaciones, se mantiene más vivo que nunca aunque Cruise va pisando firme los talones. Una película comprometida pero no dogmática.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
polvidal
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10
10 de diciembre de 2019
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por alguna incomprensible ingenuidad, volvemos a tropezar con la misma piedra. Aun a sabiendas que todo tiene un final, que la pasión se acaba y que la ilusión del principio puede derivar en pura rabia, seguimos arriesgándolo todo por amor. Algunos incluso osan comprometerse, casarse y tener hijos. Sin duda, lo hacen sin haber visto antes Historia de un matrimonio, que lejos de mostrarnos los momentos felices de la vida en pareja nos recrea con todo lujo de detalles un proceso traumático de divorcio, si es que existe otra vía más amable de ruptura.

El arranque de la película es inmejorable. Charlie, un director de teatro, y su mujer, la actriz Nicole, se describen el uno al otro mientras asistimos a esa avalancha de momentos felices que inundan los inicios de una relación. Esos instantes en los que todo es perfecto y solo centramos la vista en las virtudes del otro, cuando el futuro juntos se aventura prometedor. Pero al poco rato, un cambio brusco de tono nos sitúa en la consulta de un terapeuta matrimonial. Aquellas bellas palabras no son una declaración de amor sino un ejercicio para intentar salvar el matrimonio. Primer gran golpe que nos asesta Noah Baumbach en esta obra maestra repleta de mazazos.

Porque a partir de ese instante, los acontecimientos van cuesta abajo, sometidos a la inercia de los intereses individuales y de las injerencias externas. El bien común se ha roto y las buenas intenciones se van corrompiendo a medida que el tiempo avanza. Todo aquello que uno espera que no suceda, termina llegando. De la ceguera inicial pasamos al odio irracional, cuando lo deseable se encuentra, como casi siempre, en el término medio. Cada fundido a negro nos va sumergiendo en un estadio mayor de degeneración, arrastrados por una corriente hacia la decadencia que culmina con una ya mítica escena de bronca monumental en la que Scarlett Johansson y Adam Driver se ganan a pulso cualquier tipo de nominación.

Como suele ocurrir con los amigos comunes tras una ruptura, resulta imposible quedarse con uno de los dos miembros de la pareja protagonista. Ambos actores se dejan la piel humanizando a sus personajes y con ambos termina siendo sencillo empatizar. El director les reserva escenas de lucimiento de forma equitativa. Ella, en esa primera consulta con la abogada en la que explica los motivos de la separación; él hacia el final del metraje con una discutida interpretación musical. Química real y ficticia que se transmite incluso en las secuencias más desgarradoras.

Pero es que más allá del matrimonio, el desfile de secundarios es apabullante. Desde la madre que se debate entre el cariño al yerno y la fidelidad a la hija a cada uno de los abogados, algunos menos despiadados que otros, siempre dispuestos a empeorar la situación a cambio de más horas de facturación. Alan Alda y Ray Liotta están estupendos desde sus lados opuestos de la ética profesional pero lo de Laura Dern vuelve a ser impresionante. Desde el despiadado cinismo de su personaje, nos brinda un alegato en contra de la presión social sobre las madres que hace más por el feminismo que tantos y tantos discursos vacíos.

Como ocurriera con Revolutionary road, otra de las obras cumbre sobre la decadencia del amor, Historia de un matrimonio ahonda en esa retahíla de renuncias y sacrificios que con los años terminan derivando en reproches. El inevitable conflicto entre los intereses personales y el bien común. Por suerte, Baumbach deja un resquicio para la esperanza y el sabor de boca es mucho menos amargo que el que nos dejó Sam Mendes con aquél descorazonador final. Si DiCaprio nos rompía el alma, aquí al menos se nos encoge a base de nostalgia. Dos películas imprescindibles que dejan patente que el amor es para insensatos y valientes.
polvidal
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6
4 de enero de 2013
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Alguien se imagina un musical de Madame Bovary? O peor aún, ¿alguien es capaz de ponerle melodía a la desgarradora trama de Las cenizas de Ángela? Pues algo parecido concibió la retorcida mente que un buen día decidió ponerle letra y música al clásico de Victor Hugo, convirtiendo una novela realista y reivindicativa como Los miserables en una reivindicación del mal gusto.

Porque no hay que negarlo, los musicales son petardos y festivaleros, idóneos para Priscillas, gatos humanos y reyes leones, no para tramas más serias y profundas, que requieren un mínimo respeto. El sacrilegio, sin embargo, ha salido muy rentable, con decenas de millones de espectadores en todo el mundo. Y la industria del cine, como es natural, no podía dejar escapar semejante bombazo. Lo extraño era que la adaptación de la obra tardase tanto tiempo en llegar.

El caso es que ya lo ha hecho, rodeada de una enorme pompa publicitaria y con todos los halagos posibles. Sin duda, Tom Hooper, director de El discurso del rey, ha sabido respetar al milímetro la esencia del musical original, hasta el punto que ha decidido reducir los diálogos a la mínima expresión. Pero la fidelidad es tan alta que lo que en el teatro se permite por su particularidad, como el histrionismo o la sobreactuación, en pantalla se percibe como más inverosímil y grotesco.

Prostitutas cantando y danzando sus miserias, niños falleciendo entre balas y notas, miserias reducidas a simples melodías, la mayoría de ellas aterradoramente pegadizas. Ni Pedro Piqueras sería capaz de orquestar un espectáculo semejante partiendo de las desgracias ajenas. Debí hacérmelo mirar en su momento, cuando salí del teatro con tan buen sabor de boca, porque vista ahora en cine, la maniobra de encajar tanta carga dramática en un género tan ligero como el musical me ha parecido de lo más macabra.

A falta de colorido, vitalidad y de números musicales, la esencia en definitiva de todo espectáculo de Broadway, Los miserables supone toda una banda sonora de dos horas y media, con sus momentos álgidos pero también con sus instantes del más puro sopor. Por alguna razón inexplicable, los guionistas de musicales insisten en martirizar a su público con baladones insufribles, encadenados unos tras otros, como si fuera un pecado mortal escribir obras de menos de tres horas de duración. Hasta en eso, Hopper decide seguir al dedillo las directrices del género.

De ahí que entre tanta inercia, sobresalgan con nota escenas como las de Anne Hathaway, que con un valiente primer plano borda el I dreamed a dream que ninguna otra actriz será capaz de superar. Y es que menuda desazón deben estar sufriendo los actores que ahora mismo defienden la obra en cartel. Las comparaciones serán odiosas y, vista la película, no sé a quien le puede apetecer pagar 70 euros por ver a un Jean Valjean que no sea el magnífico Hugh Jackman.

En todo caso, Los miserables ha supuesto un éxito sin paliativos, un ejemplo de que la banalización de grandes textos literarios puede resultar de lo más beneficiosa. Así que luego no nos asustemos si en los próximos años aparecen musicales de Don Quijote (¡caray, si ya existe!) o de grandes tragedias griegas en el West End londinense junto a Viva Forever o Shrek. Está visto que no hay tema, situación o personaje que se le resista a un musical.
polvidal
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6
13 de octubre de 2010
7 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Gritos de júbilo en una de las sesiones más participativas del Festival de Sitges. La euforia y los aplausos no son por un beso de tornillo en pantalla entre los dos protagonistas, no. La reacción enfervorizada y totalmente espontánea del público se debe a una de las escenas más gore de Secuestrados, cuando Manuela Vellés se desahoga bien a gusto con uno de sus raptores. Es lo que tiene un certamen de estas características, que los frikis acuden (acudimos) en busca de sangre.

Y Miguel Ángel Vivas nos la sirve en bandeja y ración doble. Porque si algo tiene su última película es violencia hiperrealista a raudales. El secuestro de una familia de ricachones en su nueva mansión a cargo de una banda de albaneses se vive desde la butaca con la máxima tensión, con la incomodidad que suponen las reacciones en caliente y los gritos de histeria como telón de fondo.

Secuestrados no lograría su principal objetivo, incomodar, si no fuera por la excelente tarea de casting. No es nada fácil ponerse en la situación y perder los estribos con la credibilidad que demuestran las tres víctimas del rapto. El matrimonio en la ficción que conforman Fernando Cayo y Ana Wagener ya es todo un ejemplo para la interpretación de este país, plagada de sobreactuaciones y mediocridades. Pero, sin duda, la aportación de Manuela Vellés es la muestra perfecta de cómo salir reforzada de un reto tan suicida como el que le planteaba esta cinta.

Por otro lado, la película que José Luis Moreno jamás querría ver poco tiene en común con las dos versiones de Funny Games, aunque todas ellas se centren en el secuestro sin escrúpulos de una familia en su hogar. Los tópicos geográficos parecen caer sobre los dos proyectos, porque mientras la cinta del alemán Haneke desprende frialdad y cálculo por los cuatro costados, en Secuestrados todo es más a la española, con griterío y arrebato. Aunque ya decimos que comparar ambas películas es un pasatiempo bastante inútil.

Aún así, no será porque la labor de Vivas merezca crítica alguna. Secuestrados arranca desde la simpleza para ir adoptando un clímax que se alargará sin interrupción hasta el final del metraje. Por si fuera poco, el director tiene la gentileza de revestir la adrenalina con un ejercicio visual muy efectista pero brillante. Tras desdoblar la pantalla en dos acciones simultáneas, al más puro estilo 24, ambas vuelven a fundirse en un abrazo. Un motivo más para arrancar los aplausos del público, no sólo del de Sitges sino de plateas menos entregadas. Una de las gratas sorpresas del festival bien mereció la papeleta de 4 sobre 5 a la salida del Auditorio Melià. Suerte en el Premio del público.
polvidal
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