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Críticas de La mirada de Ulises
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Críticas 114
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
7 de abril de 2014
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La cámara de Jan Ole Gerster baja a las calles de Berlín para recoger, en un blanco y negro muy contrastado, un día de la vida de Niko. Él es un joven abúlico y un poco perdido en el mundo, sin trabajo ni estudios, sin familia ni relación estable, sin apoyos ni proyectos. Su fracaso existencial engulle su tarjeta de crédito y le niega un café, y hasta una vieja amistad del colegio... acaba convirtiéndose en una nueva frustración. "Oh boy" es la sobria y atinada radiografía de una generación desencantada que lucha contra la nada o que se ahoga en ella porque carece de ánimo y alicientes. En la vida de Niko todo es tristeza, pero el director deja un resquicio a la esperanza con nuevo día en el que, por fin, conseguirá un café... aunque sea solo, es decir, en soledad.

Muy premiada en Alemania y con la etiqueta de paradigma del nuevo cine alemán, la película de Gerster mira de refilón a la Nouvelle Vague y a su búsqueda de la realidad sin artificio, sigue a los personajes con una cámara móvil y se mete en las nimiedades de su vida cotidiana. Sin embargo, frente a la aspereza y desarraigo de los personajes de "Al final de la escapada" -el guiño de la escena inicial es claro-, aquí Niko se nos presenta como un joven de buen corazón, sensible y cargado de rectas intenciones. No faltan tampoco los chispazos de comicidad a la hora de tratar una realidad deprimente, con una distancia que permite mirar a este vagabundo emocional con cierto punto de compasión y empatía. Parte de la culpa de ello la tiene Tom Schilling, que da alma al solitario personaje con una interpretación contenida pero elocuente.

El equilibrio entre la crudeza de la vida y la poética mirada de su protagonista hacen que la cinta se saboree sin que el paladar se estrague, aunque deje un regusto de tristeza. Destaca una preciosa fotografía que encuentra en su contraste esa misma lucha por sobrevivir a un entorno urbano que parece un basurero -muy oportuna la referencia que se introduce a "Taxi Driver"-, donde todos los ciudadanos deambulan sin rumbo con heridas del alma o del cuerpo, sin pasado ni futuro. Como decíamos, al menos nos queda el consuelo de que Niko conseguirá su café y que el nuevo día quizá no sea tan negro como el que se ha terminado. "Oh boy" es, en definitiva, un ejercicio de estilo y un trabajo conceptual de calidad, más recomendable para cinéfilos que para un público amplio, pues su historia mínima e interior no invita a giros de guión ni a sorpresas argumentales llamativas.
La mirada de Ulises
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5
7 de abril de 2014
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay quien califica la tristeza como un estado del alma de postración y vacío, de insatisfacción y anhelo de una felicidad que se resiste. Si sucede que quien lo sufre, como sucede en "Una vida en tres días", es una madre que ha perdido a su hija recién nacida y a la vez la posibilidad de engendrar, entonces esa tristeza parece teñirse de negro ante un entorno que se vuelve agresivo y que va adquiriendo una cariz patológico. Ella es Adele y vive con su hijo adolescente Henry, cuando son visitados por un fugitivo llamado Frank... que necesita reposo por una apendicitis mal curada. Serán tres días de convivencia forzada o consentida, tres días de búsqueda de una familia y de un lugar para la esperanza, tres días para tratar de reparar los desperfectos del hogar y del corazón... si aún es posible. Quien firma este melodrama es Jason Reitman ("Gracias por fumar", "Juno", "Young adult", "Up in the air"), aunque cuesta ver sus señas de identidad en un producto tan convencional y falto de chispa.

Tras presentarnos a esa mujer insegura y depresiva, a ese hijo que observa atónito el mundo que le ha tocado vivir -mientras lo evoca -, y a ese hombre fugado al que la fortuna le dio la espalda, Reitman avanza sin alma ni tensión para contagiarse de la abulia de Adele y retratarnos un puzzle donde las piezas no encajan. Parece que la familia ha estallado en mil pedazos, que ni la que formaron Adele o Frank ha sobrevivido al caos emocional... por no hablar de la de esa vecina inoportuna o la de esa precoz compañera de colegio, que completan un cuadro que clama por una urgente restauración. A ese empeño se encomienda Frank, necesitado de una segunda oportunidad de ser padre... casi tanto como Adele de ser madre. En todos ellos hay un hueco por llenar, y también un deseo que va más allá de la relación sexual... y es que todo ha salido al revés y las heridas son tan profundas como sangrantes.

No funcionan los flash back con los que Reitman intenta darnos a conocer el pasado de los protagonistas porque rompen el ritmo intimista que trataba de conseguir. Tampoco consigue mantener la incertidumbre sobre el éxito o el fracaso de esa huida o de ese romance si no es con mecanismos simples y... podríamos decir que torpes, como esa presencia del policía que recoge a un chaval que pasea por las calles dentro del horario escolar. Demasiado suspense artificiosamente mantenido, y demasiada tributo melodramático y sensiblero en una parte final que no termina de cargarse de emociones sinceras. Ni siquiera los buenos trabajos de Kate Winslet y Josh Brolin consiguen sacar a flote ese barco de sentimientos a la deriva, y eso que tratan de hacer creíble su enamoramiento desde la mutua desazón.

La película está narrada desde el punto de vista de un Henry adolescente que asiste, con el rostro críptico e inexpresivo de Gattlin Griffith, al despertar de la vida. En este sentido, el director abusa de la voz en off para mantener el hilo conductor de la historia, pero no podemos decir que llegue a transmitir el desconcierto de quien se haya entre tantas encrucijadas personales y familiares. Por otra parte, la llegada de un hombre a la casa dispuesto a arreglar, limpiar y cocinar todo lo que sea menester... se antoja simple y plana, poco imaginativa y ramplona. Y qué decir de ese abrupto epílogo, tan complaciente como falso e impostado. Definitivamente, en esta ocasión Reitman ha abandonado el camino fresco, irónico y sugerente de sus anteriores propuestas, empeñado en re-cocinar un plato familiar con restos de melocotones que se iban a echar a perder.
La mirada de Ulises
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7
7 de abril de 2014
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para disfrutar con una película de Wes Anderson ("Fantástico Sr. Fox", "Moonrise Kingdom"), hay que sentarse en la butaca con la ingenuidad de un niño y estar dispuesto a verla que como si de un cuento se tratara. No hay un ápice del realismo convencional en sus situaciones ni en sus personajes, ni tampoco una búsqueda de emociones fáciles ni de clímax dramáticos sostenidos. En su mundo, todo sucede a una velocidad de vértigo y sin tiempo para la contemplación, y sin embargo sus imágenes van dejando un remanso de dulzura y poesía... y también de tristeza y melancolía. Ahora, en "El Gran Hotel Budapest" se repite esa mirada naïf hacia un tiempo pasado cargado de idealismo, y el espectador emprende un nostálgico viaje a una ruina de continente impregnado de un encanto decadente y con evidentes trazas manieristas. Es el mundo de Wes Anderson, tan atemporal como indefinido, tan narcisista como personal.

En un país ficticio de la Europa Oriental de entreguerras, un escritor y huésped de un hotel venido a menos se interesa por los orígenes del negocio y por la manera en que Zero Moustafa se convirtió en su dueño. Será la historia de M. Gustave y del robo de un cuadro renacentista de gran valor, del crimen cometido por una herencia y de su correspondiente investigación, del romántico idilio de dos jóvenes idealistas, y del recuerdo de una época en que la lealtad y la amistad se pagaban a precio de oro. Wes Anderson cede la voz a Mustafa para que rememore aquellos maravillosos años y nos presente a hombres mezquinos y asesinos a sueldo, a empleados y funcionarios de pocas luces... y a toda una galería de individuos que contribuyeron a trenzar el destino del Gran Hotel Budapest, y que le dieron una solera suficiente como para mantenerlo en pie hasta el día de hoy.

La estructura narrativa de muñecas rusas y el sinfín de personajes que atraviesan la historia pueden hacer que sus peripecias se hagan demasiado alambicadas y pesadas, y eso a pesar del buen ritmo con el que discurren. Son individuos estrafalarios y alocados que van a ninguna parte, huyendo de la justicia o del matón de turno, o quizá en busca de un preciado tesoro o de una cuestionada identidad. Pero, en realidad, para el director son los habitantes de una sociedad de entreguerras que se haya desorientada y que lucha contra un enemigo imaginario que solo su sinrazón o el afán de poder ha fabricado. En ese punto, Wes Anderson se sirve de personajes caricaturescos y de universos de fantasía para hablarnos de una lamentable realidad que se ha impuesto en la cultura europea: esos rostros de gestualidad marcada y comportamiento frenético, esos escenarios levantados a modo de grandes maquetas, esos efectos manieristas y fatuos... no son sino reflejo de una sociedad que ha perdido su sentido y sus raíces, de una realidad adulterada y hueca en su carrera materialista.

Son máscaras sin alma, escenarios de cartón-piedra, niños revoltosos y adultos irresponsables que juegan con los valores más sagrados. Todo en esa puesta en escena guiñolesca de decorados abstractos, en esa representación de colores planos y tono pastel, en el empleo de esos grandes angulares y rápidos zooms, en ese montaje y movimientos de cámara trepidantes, obedece a una voluntad a la vez poética y crítica (la sombra del nazismo es alargada)... y también a una personalidad y estética tan singular como es la de Wes Anderson. El amplio reparto con lo más granado del panorama cinematográfico, con Ralph Fiennes al frente, cumple su misión y pone su granito de arena en esta vieja ruina levantada con tanto encanto y con tanto cuidado por los detalles. La película es sugerente, sutil y profunda en su mirada a una Europa que se desvaneció, pero no está destinada al gran público pues su disfrute exige haber entrado en el universo imaginario y sofisticado de su director, con todo su espíritu surrealista y grotesco, con toda su excentricidad y sentido paródico.
La mirada de Ulises
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6
6 de abril de 2014
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En "Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!", Guillaume Gallienne sube al escenario y se lleva a su madre para decir al espectador que hay que vivir sin miedo y confiando en uno mismo. Esa es la realidad -incluso autobiográfica- de este director que, en la primera secuencia, se prepara en el camerino antes de salir a representar su historia ante un patio de butacas abarrotado de público. El clima familiar le ha generado dudas sobre su identidad sexual, y su estancia en un internado francés o sus viajes a la Línea de la Concepción, a Londres o a Baviera no han hecho sino aumentar su confusión y empujarle a componer su propia personalidad... observando la respiración de las mujeres o compartiendo actividades con los hombres. Con humor y sin gravedad, Gallienne cede la palabra a su protagonista para ese viaje físico y emocional, y terminar desmontando tanta inseguridad y tanta tergiversación de la realidad.

Y eso porque la materia profunda de "Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!" no es exactamente la heterosexualidad o la homosexualidad, sino más bien la necesidad de encontrar seguridades en la búsqueda de la felicidad. Lo es para una madre posesiva y también para un hijo que la admira tanto como para imitarla, o para un padre y unos bailaores que siguen el orden de las apariencias sin cuestionarse los verdaderos motivos de esa aversión al deporte o de esa sevillana bailada al estilo femenino. La imagen adorada de su madre es tan decisiva que el imaginario de Guillaume la trae en el tiempo y en la distancia, para seguir conduciendo sus pasos y marcándole el sendero. El director también nos la trae con recuerdos del pasado y con apariciones surrealistas que rompen el tono teatral de la puesta en escena, sabiendo moverse con soltura entre bastidores y conectando con el público asistente al teatro y al cine.

Pero lo que se impone en la cinta es el carácter de comedia desenfadada y fresca, y gran parte de la responsabilidad se debe al Guillaume Gallienne actor que, con su cara de circunstancias, provoca pena, compasión y simpatía en un espectador que ve lo injustamente que la vida ha tratado a este joven inocente y de carácter afable. Todo en él es dulzura e ingenuidad, y su rostro expresa la sorpresa del niño y el desconcierto del adolescente... o la frialdad y distancia de la madre, a quien también da vida. Se suceden los gags y las situaciones embarazosas, y también los equívocos y malentendidos, o las puyas lanzadas con ironía y con medida... pues en ningún caso se trata de perder público por un mensaje agresivo. En ese sentido comercial, hay guiños a España, Gran Bretaña y Alemania... desde el tópico, y también un desenlace tan emotivo como serio y cargado de sentido.

Quizá por eso la cinta haya sido un éxito de taquilla en el país vecino -aparte de los cinco premios César recibidos-, muy dado a complacer a todos, a decir que todo vale si uno lo asume desde la libertad... Porque, aunque decíamos que el tema principal no es la homosexualidad, ciertamente el director rompe una lanza a favor de la elección personal de la propia identidad sexual, aunque expuesto casi siempre de manera amable y ligera, con gracia y buen humor -basta ver las representaciones de Sissi-, con una humanidad simpática... que Guillaume y su madre aportan cuando suben a escena, en un ejercicio de narcisismo que lleva al protagonista a hablar continuamente y de sí mismo, a probar todos los platos y decidir cuál es el más sabroso, a destapar los verdaderos móviles de unos y otros al componer un cuadro familiar a su gusto y medida.
La mirada de Ulises
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