Ethan Edwards vuelve a casa tres años después de la Guerra de Secesión.

John Ford filma, entre una puerta que se abre y otra que se cierra, la historia de una persecución obsesiva, emprendida por un sujeto racista, consumido por un odio ciego hacia los indios, perdedor de la guerra, duro y solitario; un ser gris, antiguo soldado que vaga por el desierto, que ha perdido a su familia, que ha perdido el hogar, un hombre para el que no existe salvación.

El director narra a base de elipsis, mediante ausencias, mostrando su talento para el encuadre, contando mucho en pocos planos – como por ejemplo la relación de Ethan con su cuñada–, haciendo de la sencillez su estilo, con pinceladas de humor costumbrista. La interpretación de John Wayne es la mejor de su carrera, tiene un par de miradas que impresionan.

“Centauros del desierto” es una obra amarga, rara, bella, llena de poesía, donde el horror se intuye y acecha el deseo de venganza; acierta a retratar un país violento abocado a una lucha perpetua, a través de la odisea de un individuo cansado, que cabalga solo, incapaz de cambiar el rumbo de su destino.

Basada en la novela de Nabokov (mi preferida, de las que escribió en ruso) la película cuenta la relación entre un ajedrecista de carácter tímido e introvertido y una mujer que intenta desligarse del yugo de los padres, que desprecia las convenciones sociales, con gusto por los hombres excéntricos, apasionados, raros. John Turturro y Emily Watson se desenvuelven con agilidad en una trama que discurre a ritmo de tortuga.

El del ajedrecista loco es un tópico extendido; junto con el informático friki, el intelectual con gafas o el detective cínico conforma un lugar común. Cierto que en la vida real ha habido ajedrecistas que padecieron enfermedades mentales -Morphy, Rubinstein, Fischer...- pero un alto porcentaje de ellos resultan personas razonablemente cuerdas, algunos hasta dan los buenos días. El propio Nabokov fue un apasionado del juego, capaz de derrotar a un Gran Maestro, y de la cabeza andaba estupendamente...

La primera vez que vi la cinta no había leído el libro, y me agradó. Ahora me decepciona. Me ha sucedido con muchas adaptaciones: tengo la sensación de que los guionistas aprovechan los elementos menos interesantes de las obras y acaban fabricando productos del montón, simples, vulgares. En la industria serían capaces de coger una tragedia de Shakespeare y transformarla en un musical de Disney. Quizá es que con los años me he vuelto más exigente.

Los primeros minutos se hacen muy pesados, la historia de amor no hay quien se la crea, y el final bordea el ridículo.

Una agradable celebración de cumpleaños se ve interrumpida por el anuncio en la radio de un ataque aéreo.

El horror tiene muchas formas, pero quizá la más espeluznante sea la que no se ampara en la fantasía o la imaginación, sino la que habita en el alma humana. Cuando el miedo se desata el barniz de la civilización desaparece y nos muestra tal y como somos: los amigos se convierten en enemigos, las viejas rencillas salen a la luz y claman por un resarcimiento, el egoísmo es capaz de derribar los antiguos valores por los que antaño regimos nuestra vida; la anarquía reina, la violencia explota, la lucha por la supervivencia no conoce límites.

Serling, que ya había explorado estos temas en el mítico episodio “The Monsters Are Due on Maple Street”, se vio con el suficiente prestigio como para no tener que recurrir a metáforas. Sabemos que el ataque no es llevado a cabo por extraterrestres, sino por comunistas. Utiliza además un famoso símbolo de los Estados Unidos de por aquel entonces, fácilmente identificable por cualquier espectador de la época, como es el del refugio nuclear.

El pánico, la ansiedad que vivía su país durante aquellos años de Guerra Fría queda fielmente reflejada. El contraste entre el ambiente cordial de ese cumpleaños y lo que vendrá más tarde añade fuerza al mensaje de un capítulo imprescindible de la serie.

Un mecánico, recién divorciado, libre de compromisos, utiliza una aplicación de citas. Pero lo que parecía una actividad inocente, un intento legítimo de desfogarse, tendrá consecuencias fatales.

Historia rocambolesca, retorcida, que nos recuerda aquello de que hay gente muy loca por el mundo. Aunque, por su estructura, la solución al misterio sea fácil de adivinar, el documental demuestra lo lejos que pueden llegar algunas personas para mantener una ficción. Unas mentiras conducen a otras mentiras, y se acaba por construir un relato que en apariencia carece de sentido. O no.

El caso permanecía en el limbo hasta que llegó a manos de unos investigadores competentes. Entre ellos se encontraba un informático, el héroe de este true crime, un hombre enfocado en su trabajo cuyas averiguaciones ayudaron a traer paz a la familia de la víctima y al resto de afectados. Un gran profesional.

El doctor Treves (Anthony Hopkins) es un reconocido médico inglés de finales del siglo XIX. Un día descubre en un circo a un individuo terriblemente deforme al que se le conoce como "El hombre elefante" (John Hurt).

Siendo una de las obras más convencionales de David Lynch también se trata de una de las más conmovedoras, en la que por otro lado se percibe sin dificultad la mano maestra del director: las imágenes fantasmagóricas del prólogo, el halo onírico que envuelve el relato, el ambiente victoriano, la inclinación hacia el terror gótico en las escenas de la feria, el sabio manejo del melodrama, ese blanco y negro teñido de contrastes, las diferentes lecturas que suscitan los hechos, el manejo de la música, el aire carnavalesco que aflora en determinados momentos.

John Merrick es un maldito, un raro que ejerce fascinación tanto a la plebe como a la alta sociedad. Es la perdición de su "propietario", Bytes, un feriante que siente una atracción enfermiza hacia él, y la salvación de su "amigo", el doctor Treves, un hombre pagado de sí mismo cuya visión irá cambiando a medida que avance la narración, hasta el punto de replantearse su conducta ("¿Soy bueno o malo?"). Merrick sólo puede alcanzar la plenitud en el mundo del teatro, donde lo feo se torna hermoso, lo grotesco se saluda y se aplaude, como ocurre en un emotivo instante del film.

Me entero de que donde vivo reestrenan la filmografía completa de Lynch. Somos cuatro personas en el cine. A esta misma hora se juega un partido de España de la Eurocopa. Pronto olvido todo eso y me dejo arrastrar a un universo mágico y peculiar, donde conviven lo bello y lo terrible. Algo me sobrecoge cuando de la pantalla empiezan a brotar extrañas imágenes, la primera vez que vemos al monstruo (ya ha transcurrido media hora), la primera vez que comprendemos que se trata de un ser inteligente. El hombre elefante, una criatura moldeada a base de sufrimientos y humillaciones, enfrentado a una sociedad para la que no representa nada más que una atracción, aún conserva la suficiente humanidad como para llevar consigo a todas partes un retrato de su madre, y lamentarse de la vergüenza que haya podido sentir ella por su culpa. Detalles así enternecen a cualquiera.