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Críticas de Antonio Morales
Críticas 1.537
Críticas ordenadas por utilidad
9
12 de septiembre de 2013
30 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
Estaba ya Carol Reed con cámaras y focos instalados en las alcantarillas de Viena, donde estaba previsto filmar la caza de ese “tercer hombre” que da título al film, y aún no había actor que lo interpretase. Robert Mitchum, el previsto, fue enchironado en California por adicto visitante al saco de marihuana que usaba como almohada; y el productor Alex Corda, se puso en contacto con Orson Welles para que lo sustituyese. Éste necesitaba dinero urgente para poder terminar su interrumpido Otello y aceptó sin pensarlo. Una vez allí, a Welles no le convenció el personaje de Harry Line y lo rehízo por su cuenta (sospecho que fue más allá, por el resultado). Luego declararía que fue con el beneplácito del director.

Aunque Carol Reed firma esta obra del cine negro expresionista, la influencia de Orson Welles planea inevitablemente en cada plano. La sombra de Welles era alargada. Muchos han creído percibir su autoría en buena parte de los planos, secuencias, insertos y diálogos más celebrados. Lo cierto es que el personaje de villano sin escrúpulos que interpretaba el director de “Ciudadano Kane” en esta película tiene tanto peso específico que, sutil e irremediablemente, hace escorar de su lado cualquier comentario cinéfilo, por muy desapasionado que éste pretenda ser.

El estilo de la puesta en escena de Reed, además, reviste no pocas similitudes con el utilizado por Welles en sus obras personales, añadiendo más leña al fuego alimentado desde hace décadas por los mitómanos peor intencionados. De una forma u otra, el misterio que envuelve el rodaje de “El tercer Hombre” le sienta bien el guión firmado por el ex espía ilustrado y novelista Graham Greene. Con más de 60 años, la película guarda una gran vitalidad, la iluminación y los encuadres forman parte de la memoria colectiva. Reed retrata una Viena siniestra y arruinada, ocupada por las cuatro potencias vencedoras que se reparten la ciudad. Asolada por unos personajes de moralidad ambigua, con un entramado de estraperlo y tráfico de penicilina que pone al descubierto lo peor de la condición humana, y lo hace brillantemente.

“El tercer hombre” supone también una reflexión sobre la amistad y los límites de la misma, sobre la traición y sobre el compromiso. La aventura de Holly Martins (Joseph Cotten) supone uno de los periplos más pesimistas de la historia del cine. En la construcción del clima moral del relato influye decisivamente la elección de Viena como escenario para su desarrollo, una ciudad cuyo antiguo esplendor imperial se enfrenta ahora a los solares ruinosos dejados por la guerra, una mera extensión de las sombras físicas muy bien fotografiadas por Robert Krasker. Otro elemento esencial es la banda sonora, una sencilla composición de Anton Karas, que todos hemos tarareado alguna vez, una música bien integrada y sin pretensiones que inunda de principio a fin la atmósfera de esta obra tan peculiar . Este thriller clásico con intensa carga barroca fue elegido por los ingleses hace unos años como la mejor aportación británica a la historia del cine. Eso es, y con mayúscula: pura Historia, resultado una vez más (como ocurre con “Casablanca” o “El Padrino”, resultado de un genial cruce de azares.

Continúa en spoiler.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Antonio Morales
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10
15 de junio de 2013
30 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
En mi opinión, ésta es la mejor película de Alfred Hitchcock, la vi por primera vez cuando se reestrenó en los cines de España en 1984, después de muchos años retirada de los canales de distribución, la impresión que me causó fue enorme, al contemplar una obra tan deslumbrante, pues yo tan sólo conocía al maestro por sus películas de suspense en T.V., pero a partir de entonces comprendí que tras esa etiqueta superflua se hallaba un cineasta complejo que diseccionaba el alma humana, buscando respuestas, recreando sus fobias y sus filias bajo cualquier pretexto o “McGuffin”, como él solía llamarlo. Luego supe que los críticos de la revista “Cahiers du cinema” lo habían colocado en el lugar que merecía, entre los grandes del cine.

Basada en una flojita novela de Boileau-Narcejac “De entre los muertos”, Vértigo no es deudora de nadie más que de su director. Él diseñó el “look” de la imagen, él dio las directrices del guión, él creó de la nada a los personajes; en definitiva: él hizo una obra personal, única e irrepetible. ¿Por qué todas estas alabanzas, repetidas desde hace tantos años en libros y revistas, en críticas y ensayos? ¿Por qué esta película ha suscitado el interés de gentes tan aparentemente alejadas del cine como filósofos o pintores? Sencillamente porque en Vértigo se está hablando de algo muy profundo, de algo que permanece en el subconsciente de cada uno y cuando aflora en forma de obra de arte es reconocido de una forma instintiva.

Vértigo no trata sólo de la acrofobia, que desde las primeras imágenes padece Scottie, un magistral James Stewart, sino de un vértigo mucho más oculto y mental, el vértigo de la creación, mejor dicho, de la recreación. La verdadera historia de la película, la más importante empieza cuando el espectador no advertido cree que se ha terminado con la muerte de Madeleine. Hitchcock obeso y obseso habla de necrofilia, pero no es sólo necrofilia lo que mueve a Scottie, sino la melancolía de la ausencia, que le impide aceptar vivir sin Madelaine y por eso la busca en todas partes. Pero no la quiere muerta, la quiere viva; por eso, cuando encuentra a Judy piensa que la ha reencontrado.

Vértigo es como un sueño que nos arrastra en sus espirales desde los famosos títulos de crédito creados por Saul Bass, mientras suena la maravillosa música de Bernard Hermann inspirada en la obertura de la ópera “Tristan e Isolda” de Wagner, sus tiempos son más musicales que dramáticos y no tienen una relación con el tiempo real. Tanto la rubia y misteriosa Madeleine como la pelirroja y sensual Judy, una fascinante Kim Novak, no sólo engaña y enamora a Scottie, sino al espectador que la sigue fascinado y se desespera junto con él. Si el cine es el arte de lo imaginario, pocas veces sueño y realidad habían sido objeto de un tratamiento tan obsesivo como el que ofrece Hitchcock en Vértigo. Consiguió una obra maestra de irrefrenable belleza visual, pero también una película inquietante sobre el amor y la pasión.
Antonio Morales
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8
27 de noviembre de 2014
29 de 30 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los refranes son sencillas pero sabias citas que emanan de la cultura y vivencias populares, a las que solemos recurrir como clara evidencia de una sabiduría ancestral y anónima pero que refleja situaciones recurrentes plenas de razón, para expresar un pensamiento moral, un consejo o una enseñanza. Por ejemplo: “Otro vendrá que a mi bueno me hará”, es una cita que le viene que ni pintado al film en cuestión. Y es que tuvo que hacerse el remake por parte de Scorsese, en mi opinión, amanerado y apoyado en la desmesura, totalmente inferior al original, para que la crítica en general y los aficionados descubriéramos ésta pequeña joya. A veces una obra o un artista surgen a destiempo y han de guardar el momento oportuno para ser reevaluados en su justa medida.

Un sombrero “panamá”, una sonrisa irónica y grosera, unos andares chulescos, unos diálogos cínicos, las miradas libidinosas y un puro humeante, son los principales elementos con que J. Lee. Thomson consiguió convertir al desgarbado y lacónico Robert Mitchum en una amenaza latente para una apacible familia americana. El cineasta intentó con gran acierto, en mi opinión, aquella vieja teoría de Hitchcock: de que cuanto más conseguida estuviera la figura del malvado, tanto más conseguida estaría también la película. La excelente fotografía contrastada en blanco y negro del operador Sam Leavitt, una música inquietante del gran Bernard Hermann que subrayan el acoso y la tensión creciente, convierten al film en un thriller turbio y psicológico admirable.

La trama de “El cabo del terror” es doble, pues propone al mismo tiempo el tema de la venganza y el de la expiación, que en el film de Scorsese se reducen al segundo aspecto y a la dudosa moralidad del abogado Sam. Max Cady (un soberbio Robert Mitchum) sale de la cárcel tras ocho años de condena, donde el abogado Sam Bouden (Gregory Peck) – que es un hombre honesto a diferencia del film de Scorsese –, había testificado contra él, ya que había presenciado una brutal agresión a una mujer por parte de Cady. El ex-presidiario decide vengarse de quien considera culpable de su condena, merodeando por su casa, haciendo llamadas telefónicas y proyectando su presencia allí donde vaya el abogado con su familia. Max Cady es un individuo despiadado y abyecto, frio y calculador, ha estudiado Derecho durante su reclusión, conoce todos los recovecos de la ley, utilizándola en su provecho hasta que el acosado pierda los nervios y cometa un error...

El carácter garantista del Derecho es adecuado para regular las relaciones entre personas correctas, pero no para hacer frente a individuos de semejante ralea. Cady se aprovecha de esas garantías para cometer sus desmanes, siempre al borde de la ley. Es por lo que el comisario de policía (Martin Balsam) y amigo de Sam, no puede encarcelarlo ni alejarlo de la ciudad. El film vitupera el Derecho positivo y garantista con los sospechosos, sus formalidades lo lastran poniéndolo al servicio de los criminales, impidiendo que la justicia proteja a la sociedad. Qué duda cabe, que en el gran guión de James R. Webb, basándose en una novela de John D. MacDonald, “The executioners”, hay una vocación descriptiva de la sociedad de la época, que reflexiona sobre la ley y sus trampas, las deficiencias del sistema. La película dedica su primera parte a describir un mundo, sin una noción clara de la ley y la justicia, con ello, lo que parecía una tajante línea de separación entre el Bien y el Mal, clave del discurso de la película, se diluye. La segunda parte adquiere una atmósfera cercana al cine de terror. Pero por encima de todo hay un film de personajes, la fisicidad de un Robert Mitchum y un Gregory Peck, ambos en la cima de su popularidad.
Antonio Morales
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4
4 de diciembre de 2015
48 de 69 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desconociendo films como “El espía que surgió del frío”, “La casa Rusia” o “El topo” (Richard Burton, Sean Connery y el camaleónico Gary Oldman) que dejaron el listón muy alto, puede que entonces, quizás les guste la película de Spielberg, a mí me ha sabido a poco, me siento decepcionado. John Le Carré lo expuso con sus maravillosas novelas mejor que nadie, muchas de ellas llevadas al cine con notable acierto. Ese mundo tenebroso, introspectivo de mentiras y sospechas, de topos traidores, más de gestos que de palabras, de cuestiones éticas y morales sobre los métodos de ambas potencias con generosos gastos en listas negras y arsenales, de torturas sofisticadas lideradas por la CIA y el KGB.

La excusa de que “El puente de los espías” se basa en hechos reales no es garantía de interés y emoción, más bien es el pretexto pusilánime de los que no hallan otra coartada para hacer atractivo el film. La historia que nos cuenta Spielberg, pese a que en el guión hayan participado los Coen, no la salva ni el bueno de Tom Hanks con su semblante del noble y honesto americano de los films de Frank Capra, dispuesto a sacrificarse por su país. Como le ocurría en “Lincoln”, vuelve a mostrarse ceremonioso, grandilocuente y sobre todo previsible. La narración que empieza con brío se va tornando plomiza y tediosa cuando el cineasta pretende ser trascendente, sin chispa, farragosa de una oscura burocracia, que se diluye por vericuetos propios del juego sucio de ambas potencias. Un mercado de intereses, influencias y manipulación en la política geoestratégica.

Diferenciar dentro de una filmografía entre películas “serias” y “no serias”, entre obras “de prestigio” y carentes de él, resulta problemático y posiblemente innecesario. Si nos atenemos a que cada cineasta tiene su personalidad creativa y su estilo, entonces esa dicotomía no tendría sentido. Spielberg vuelve con el cine de… ¿Prestigio? Ensalzando los principios democráticos de su país pese a algunos políticos reaccionarios. El argumento es plano y maniqueo, se estructura sobre el canjeo de un pintor ruso que es condenado por espía, siendo defendido por Hanks, un abogado especializado en seguros que tras perder el juicio, será requerido por su país para cambiarlo por un piloto americano cautivo en la URSS.

No hay espesor dramático, ni garra narrativa, los personajes no despiertan empatía, por mucho que se empeñe Tom Hanks. El cineasta recurre dramáticamente a mostrarnos la construcción del muro de Berlín (muro de la vergüenza), sobradamente conocido, tantas veces recreado como símbolo del totalitarismo soviético. Si me quedo con algo positivo es una excelente ambientación de la época, cosa que en una producción del Rey Midas de Hollywood, se da por obvia. Los 141 minutos se me han hecho interminables, decepcionante película.
Antonio Morales
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9
30 de julio de 2013
28 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Melville era un cineasta que amaba por encima de todo el universo simbólico de la literatura y el cine americano de las cuales tomo muchas pautas de su arte: su gusto por el riesgo violento de los héroes solitarios, los meandros de la amistad viril sellada por el combate entre la lealtad y la traición, las sórdidas tramas gangsteriles, los coches que derrapan y los neumáticos que chirrian durante las persecuciones de madrugada… Por tomar, hasta su nombre lo tomó de un creador literario de la orilla oeste del Atlántico.

Tercer film de Melville sobre la Resistencia, desgraciadamente desconozco los dos anteriores (Le silence de la mer, 1947 y León Morin Prêtre, 1961), película en torno a una época de la historia de Francia que él mismo vivió como protagonista. Su filmografía en esos años le había llevado por los terrenos del thriller y esto no pasa desapercibido en el tono de “El ejército de las sombras” de 1969, que se convierte así en un thriller bélico. Acercando la novela de Joseph Kessel a sus propias vivencias, valores como la lealtad y la traición se entrelazan en un mundo en el que la supervivencia y la fatalidad son caras de una misma moneda.

Su constante búsqueda de la tragedia en su estado más puro le lleva a recrear una serie de personajes condenados de antemano. Nadie se engaña. Todos saben cual va a ser su final y la soledad es su inexcusable compañera de viaje desde el momento en que cualquiera de sus “cómplices” hoy puede mañana ser su perdición. Mathilde, un espléndido personaje, símbolo de todas estas contradicciones como ningún otro, es buen ejemplo de ello. La visión de la resistencia se muestra ambigua y profundamente amarga. Ni rastro de heroísmos vacios y grandilocuencia patriotera. Sus personajes se mueven por un difuso sentido del deber que en muy pocas ocasiones se ve explicitado. Y cuando esto ocurre, siempre hay en él un incierto distanciamiento.

El siempre hábil dominio del montaje paralelo está en el origen de la consecución de una acción, en la que la tensión se apoya en lacónicas imágenes, siempre lejos del menor asomo de efectismo. Si se nos muestra un campo de concentración, éste parece tener hasta cierta placidez. El sufrimiento está en el rostro de los personajes, no en cualquier manido catálogo de los horrores nazis. Las torturas de Félix, primero y Jean François, después, a manos de la Gestapo nunca son explicitadas en pantalla. Las conoceremos por los rostros ensangrentados de ambos. Siempre es mejor sugerir que mostrar. La acción es, a su vez, contenida hasta en las secuencias de mayor tensión. Melville penetra en el duro mundo de la Resistencia con una profundidad difícil de soportar. Una de las claves para conseguirlo es su formidable dirección de actores. Los gestos, los ojos, los movimientos de Lino Ventura, Simone Signoret, Paul Meurisse y Jean-Claude Brialy nos dicen mucho más que las voces en off que martillean regularmente la película.
Antonio Morales
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