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España España · Barcelona
Críticas de reporter
Críticas 629
Críticas ordenadas por utilidad
2
13 de marzo de 2015
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Eran las tres y cuarto de la madrugada, pero no había manera (humana) de asegurarlo. Como es sabido, en el interior de los casinos de Las Vegas, se ha eliminado, muy concienzudamente, cualquier indicio que nos recuerde que seguimos en el planeta Tierra. Ventanas y relojes, por supuesto, quedan terminantemente prohibidos. Y así, al pobre Stephen Frears, se le olvidó completamente dónde puñetas estaba. Unas horas más tarde le dirían que en aquel fatídico momento se encontraba en la sala VIP del Bellagio. No porque los dueños del local supieran con quién trataban (como es sabido, Las Vegas es una ciudad de cretinos), sino porque vieron en él a una víctima fácil de desplumar. A ojos del imbécil medio de Nevada, Mr. Frears era simplemente un gordo que hablaba un inglés raro, combinación más que suficiente para pensar que el tipo estaría forrado. A la hora de la verdad, no lo estaba tanto... pero lo suficiente. El alcohol puso el resto. Porque sí, aquella noche Stephen iba afectadísimo.

Cuentan los chamanes de la zona que el espíritu del Dr. Hunter S. Thompson (que por aquel entonces volvía a pasearse por el Boulevard de las Vegas) poseyó el cuerpo semi-muerto de Todd Phillips (que en aquel preciso instante estaba tendido en el pavimento del parking del MGM Grand, debatiéndose entre la vida y la muerte a causa de la ingesta de un cóctel preparado por Zack Galfianakis). El experimento se saldó con el director de 'Aquellas juergas universitarias' recorriendo aquellas las pecaminosas calles haciendo el pino-puente mientras anunciaba el fin del mundo en un dialecto olvidado de la lengua de Mordor. En éstas que Todd se topó con Stephen, quien se encontraba ahí solo para preguntar cómo coño se salía de aquella maldita ciudad. Se hizo el silencio y desfiló una horda interminable de plantas rodantes. El primero se acercó al segundo y, con una dulzura totalmente inesperada, le susurró algo al oído que le trastocó por completo.

Y volvemos a la casilla de salida. Ahí estaba Stephen Frears, rodeado de buitres, ante la ruleta que los idiotas del Bellagio tienen reservada para la crème de la crème. Y ya no hubo vuelta atrás. El pobre hombre, en un último y muy suicida ataque de inspiración, apostó todo lo que tenía (así como lo que esperaba tener en los próximos veinte años) a un golpe de suerte que no llegó. ''¡Todo al rojo!'', gritó. El fantasma de Kipling, que también andaba por ahí, aplaudió a rabiar. Aunque no tanto como los propietarios de aquel monumento al mal gusto. La Diosa Fortuna se decantó por el color negro... y con éste mismo color decidió pintar, ya puestos, el futuro inmediato del director británico. Dicho y hecho. A la mañana siguiente, Stephen estaba en la cama de un hospital. Con las piernas rotas. A su lado estaba sentado Todd Phillips, apestando a vómito; en su regazo, la copia de un contrato aparentemente manchado de sangre. ¿Qué demonios era aquello? Un juramento inquebrantable para dirigir...

¿'Doble o nada'? ¿Qué clase de broma pesada era aquella? ''Todd. ¡Todd! Por el amor de Dios, Todd. Despierta y cuéntame qué está pasando aquí, por favor te lo pido.'' Y Todd empezó a largar. Los jefes del Bellagio estaban furiosos. Cuando fueron a cobrar lo que por azaroso derecho era suyo, descubrieron que Frears era más insolvente que Nicolas Cage, de modo que decidieron que si quería salir vivo de ésta, tendría que pasar por el mismo aro que el más arruinado de los actores. A aquel le obligaron a rodar 'Next'; él tendría que dirigir 'Doble o nada', película basada en las memorias de Beth Raymer, una muchacha que llegó a Las Vegas con ganas de triunfar y que acabó metida, hasta las cejas, en el peligroso mundo de las apuestas deportivas. Qué irónico. La buena noticia era que acompañando al pobre Stephen Frears estaría un elenco de estrellas que había caído igualmente en las redes de varios sindicatos del juego de Nevada. Bruce Willis, Rebecca Hall, Vince Vaughn, Catherine Zeta-Jones, Joshua Jackson, John Carroll Lynch, Wendell Pierce... Ahí estaban todos, en el primer día de rodaje, y con aquella condición dorada rondando todavía por sus respectivas cabezas. ''Recuerda, haz la peli y tus deudas quedarán saldadas.''

El problema es que cuando se quedaron a solas, la cosa degeneró, en un abrir y cerrar de ojos, en una competición de a ver a quién se la soplaban más las amenazas a las que estaban sometidos. Y ahí se quedó todo. 'Doble o nada' es una producción que apesta, principalmente, a turbiedad y dejadez. Sus delitos van mucho más allá del imperdonable despilfarro de potencial artístico tanto delante como, sobre todo, detrás de las cámaras. Lo más doloroso (mucho más que ver ciertas personas a las que obviamente no les importa ver mancillado su nombre) es ver cómo una película (por así llamarla) resucita desde las catacumbas del año 2012 para mostrar su más impúdica desidia a la hora de cuidar el activo que se supone más primordial: la narración cinematográfica. El problema no está en la contaminación entre formatos, sino en la total ineptitud en presentar (y cuidar) a los personajes, en ligar escenarios y situaciones... en contar una historia que tenga un mínimo sentido. El interés, por supuesto, también se desploma.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
reporter
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7
13 de diciembre de 2014
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La inocencia, la pureza y la bondad (así como otras muchas supuestas virtudes), son las máscaras elegidas por el mal (y/o lo que entendemos por perversión) para esconderse y seguir existiendo, y así seguir contaminando el mundo que, por otra parte, las ha creado. Como todo en esta mundanal vida, los hechos, sea cual fuere su naturaleza, son interpretables y, consecuentemente, deformables. Al gusto del consumidor, claro... y a partir de ahí entra el consabido libre albedrío. Amén. Tomemos, por ejemplo, una clase llena de chiquillos tan lejos (o cerca, según cómo se mire, ¿ven?) de la mayoría de edad como de su propio nacimiento. A su cargo ha quedado un cura de aspecto joven y atractivo. El trato que éste mantiene con los críos es cordial, cercano, cálido... y claro, ya se han detectado múltiples levantamientos de ceja en el patio de butacas. Estamos, recordémoslo, en la sesión matutina del Berlinale Palast, donde Dietrich Brüggemann presenta en sociedad su nueva película: 'Camino de la cruz'.

Es normal que haya suspicacia por parte del público, más aún cuando éste tiene tan claro el escenario y el contexto en los que se encuentra. Siglo XXI (nunca está de menos recordarlo); festival de prestigio; cine alemán. A estas alturas, y con cantidades bíblicas de mierda digiriéndose todavía en el estómago, es comprensible que estemos sufriendo por los chavales. Afortunadamente, parece que el poco aire que circula entre alumnos y maestro no es más que otra muestra de afecto y confianza mutua. Pero, ¿y si sólo se trata de una máscara? ¿Y si la amenaza se acerca y se manifiesta por otras vías? Escuchemos atentamente... y ahora sí, horroricémonos, pues en pleno siglo XXI (recordemos...), siguen habiendo perturbados capaces de someter a sus queridos retoños a la educación (por así llamarla) más retrógrada y adoctrinadora que se pueda imaginar. Aunque visto de otra manera (maldita sea), quizás no pueda reducirse el asunto a una simple confrontación entre "blanco" y "negro".

Quizás las intenciones del profesor no tienen nada de malvadas y, quizás, todas las barbaridades (según nuestro rasero, obviamente) que salen de su boca sean, a su modo de entender el mundo, una clara expresión de la virtud que su credo tanto dice perseguir. Quizás las apariencias también engañan con los mocosos, y éstos son en realidad mucho más listos y conscientes (con respecto a lo que están escuchando; a lo que dicen...) de lo que su cortísima edad nos daría a entender. Y con la duda nos quedaremos (serio aviso). El segundo largometraje de Brüggemann empieza precisamente con la escena descrita, es decir, con un joven profeta (?) y sus jovencísimos acólitos, quienes algún día, quién sabe, se van a convertir en nuevos apóstoles de una fe que rige sus vidas, y que para ello les sumerge en un mar de infinitas normas que, por mucho que puedan llegar a contradecirse las unas con las otras, nada les quita el sacro carácter de "inviolables". El absurdo, cruel donde los haya, nos lleva a catalogar la música de Roxette en la carpeta de "Satánicos". Es sólo un ejemplo. El cacao mental está garantizado (imagínenselo ahora en la cabecita de un niño cualquiera... pues eso), y para colmo de males, el espiritual, también.

En la nueva película de Dietrich Brüggemann es fácil ver reconocidos tanto a nuestro Javier Fesser de 'Camino' (qué cambio, ¿no?) como al Ulrich Seidl de 'Paraíso: Fe'. Absténganse aquellos que hacen del sentimiento religioso el faro de su existencia. Defina cóctel molotov; defina via crucis. En este caso, el de una niña criada en una familia ultra-católica, que va a llevar al límite su fe. Por su parte, el director y co-guionista de la cinta hará lo propio con la secuencialidad y el estaticismo en el cine. ¿Por gozo estético? Seguramente, pero sobre todo para reforzar el alma de su producto. En este 'Camino de la cruz', ¿el objetivo final es la salvación o la perdición? ¿Hay maldad o bondad? ¿Tenemos que escandalizarnos o, por el contrario, podemos quedarnos tranquilos? Ah, las dudas... Dividida en catorce actos (se hace caso omiso de la reforma de Juan Pablo II… lo dicho, manda la vieja escuela) en forma de planos secuencia, el narrador/observador sigue siempre de cerca a su joven protagonista (entonadísima la joven Lea Van Acken, quien vino a confirmar que aquel era el año de los críos en la Berlinale).

Rige, casi siempre, una cámara inmóvil que refuerza las tesis del autor (esto es, ahondar en la fisura entre un mundo que avanza y otro que, simplemente, no) y que paradójicamente, es pura habilidad. Desde su impactante prólogo (apabullante muestra de planificación en la puesta en escena), Brüggemann incomoda, tensiona y pone a prueba. A sus personajes, a sus propias tesis fílmicas (recordemos su cortometraje previo, 'One Shot)' y, faltaría más, a un espectador que definitivamente ya no sabe dónde empieza lo blanco y dónde lo negro. Fustiga, con saña e inteligencia. Arrea puñetazos sin cargar excesivamente el brazo, pero descargándolo, eso sí, con una contundencia que noquea al rival. Se ríe en silencio (pero a carcajada limpia) y después deja que la ambigüedad, igualmente cómica (en su versión más negra, claro), nos lleve hasta un final que depende absolutamente de nosotros. Como sucede siempre con el cine que realmente importa. Gracias por la confianza.
reporter
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20.000 días en la Tierra
Documental
Reino Unido2014
7,1
2.440
Documental, Intervenciones de: Nick Cave, Susie Cave, Warren Ellis, Darian Leader ...
7
8 de noviembre de 2014
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Decía el chiste que un argentino cualquiera puede suicidarse subiéndose a su propio ego para tirarse, acto seguido, al vacío. Pues bien, los hay que tendrían suficiente con mirar hacia arriba para tratar de ver dónde terminan los monumentos erigidos a su persona... y morir del ataque de vértigo. Aquel día en Park City, durante la celebración de la 30ª edición del Festival de Cine de Sundance, nos levantamos con el ego subido. Por simple imposición. Los tablones del escenario del Eccles Theatre (que es por donde se pasean ahí, en sesión matutina, los peces gordos) por poco no reventaron. No por acumulación de atrezo o de personas, sino porque las tres que se encontraban ante la audiencia se acababan de marcar un banquete antológico de ellos mismos. Con ustedes, Michael Winterbottom, Steve Coogan, y Rob Brydon. Como ya sucediera hace cuatro años con 'The Trip', porque de hecho, de lo que se trataba era de repetir la experiencia. ¿Por qué? Primero, porque en la primera se lo pasaron teta. Segundo, porque no tienen que darle explicaciones a nadie.

Y así, y con los seis cataplines de los principales implicados corriendo siempre el riesgo de ser aplastados por sus propios pies, transcurrió 'The Trip to Italy', réplica a la italiana de aquel seísmo de egos compartidos... Y por si la sala no se había quedado lo suficientemente pequeña, los programadores del certamen tenían preparada otra ración antológica del mismo ingrediente. El espacio siguió estrechándose Ni en el Palais de Cannes -y ya es decir- se habría podido respirar. Y es que del Reino Unido nos llega también '20.000 días en la Tierra', que empieza con Nick Cave, ni más menos, hablando de sí mismo: ''Puedo controlar la meteorología con mi humor... lo que pasa es que no puedo controlar mi humor.'' No apto para claustrofóbicos. Los veinte mil días de los que nos habla el título hacen referencia, como puede deducirse con total facilidad, a la edad de la estrella (o para ser más consecuentes con el personaje, nos remite al número de días con los que Mr. Cave ha honrado al planeta entero con su presencia). La cuenta sigue en marcha.

Una jornada más (resumida en poco más de hora y media de metraje), que es la que vamos a pasar junto a este artista todoterreno. Todo, absolutamente todo, puede pasar... hasta Kylie Minogue materializándose en el asiento trasero de un coche. Definitivamente, el Eccles no implosionó de milagro. Los directores Iain Forsyth y Jane Pollard hacen un excelente uso de la técnica cinematográfica (máxima explotación, sin hacerse pesada, de factores tan fundamentales como la fotografía, la banda sonora o los saltos narrativos) para que nos olvidemos por completo de la barrera que separa la ficción de la realidad, así como de la encargada de distinguir la entrevista del psicoanálisis. '20.000 días en la Tierra' tiene mucho más de lo segundo, consiguiéndose así una inmersión casi total en la mente de este galán con apariencia de cavernícola; de este artista (en mayúsculas) sumido, desde hace mucho tiempo, en un desbocado proceso de creatividad igualmente desencadenada, con tal de conseguir lo que a una tal Nina Simone se le daba tan bien: que en cada actuación se transformara a la audiencia... y a ella misma.

Pasado a una pantalla de cine, esto sólo se puede traducir en mostrar aquello que los ojos no pueden llegar a ver. Forsyth, Pollard y, desde luego, Cave lo consiguen, en lo que sin duda es una experiencia artística (en mayúsculas, también) única, sensorial y mentalmente total... como lo son, de hecho, la mayoría de actuaciones de este irrepetible rockero poeta. Por cierto, la cifra del título es, por supuesto, una invención. Un calculado desajuste; una declaración de intenciones que se ve recompensada por un mar de sensaciones poco imaginable en un documental, porque de hecho lo que tenemos delante es pura poesía cinematográfica, inconteniblemente estimulante. La constatación de que el formato no está tan limitado como creíamos. De hecho, ''sólo'' (nótense las comillas) requiere de la combinación acertada entre un objeto de estudio liberador, y alguien detrás de las cámaras capaz de entenderlo... y de darle más alas. Por supuesto, cuanta más química haya entre ambas partes, más favorecido se verá el producto final, y éste, fruto directo de una antológica doma recíproca de egos es tan revelador y, consecuentemente, delicioso, que se sitúa muy encima de cualquier exceso de personalidad. Y no se suicida en el intento, poniéndose así, de paso, también por encima de las -tontas- barreras que separan a los fans de los detractores de la estrella de turno... para congregar a los que, simplemente, aman al cine y/o la música en sus respectivas máximas expresiones.
reporter
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5
31 de octubre de 2014
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
A Tommy le dejó la novia, y desde entonces vagaba por Edimburgo cual alma en pena. Aquello (su vida, por así llamarla) no funcionaba. Necesitaba un cambio de aires, en la acepción más literal de dicha expresión. De modo que Tommy reunió a sus amigos, los metió en un tren y los hizo bajar en la estación más remota de toda la línea. Ante ellos, la inmensidad de la naturaleza. El aire puro a su entera disposición... porque algo bueno tenía que tener eso de ser escocés... ¿no? Lástima que su compañero Renton no opinara lo mismo. El pobre ya no podía más, y claro, explotó: "¡Es una mierda ser escocés! Somos lo más bajo de entre lo más bajo, la escoria de la puta tierra, la basura más servil, miserable y más patética jamás salida del culo de la civilización. Algunos odian a los ingleses, ¡yo no!, ¡sólo son soplapollas! ¡Estamos colonizados por unos soplapollas! ¡Ni siquiera encontramos una cultura decente que nos colonice! ¡Estamos gobernados por unos gilipollas! ¡Esto es una grandísima mierda Tommy, y todo el aire puro del mundo no cambiará las putas cosas!"

Era 1996, año en el que un tal Danny Boyle, acompañado por Ewan McGregor (y por algún cómplice de crimen más) salta definitivamente a la fama, adaptando para la gran pantalla la prosa infecta (en el buen sentido) de Irvine Welsh. Casi veinte años después, una mirada atrás hace que todo pareciera más tranquilo, incluso en aquel pasado en el que la heroína era la única razón para vivir. En 2014, por poco que los "colonizados" no se independizan de los "soplapollas"... y ya veremos lo que sucede en territorios mucho más cercanos (ejem...). Pero no salgamos de Escocia, porque ahí hay alguien que se siente orgullosísimo de su pueblo. Bruce Robertson se lanza a la calle, mira a su alrededor y se reafirma más en sus tesis de vanidad nacionalista. Eso sí, a ojos del espectador, quien todavía se siente cómodo en la distancia (pues esto no ha hecho más que empezar), la realidad es mucho más espantosa de lo que describe el tipejo en cuestión. Cuidado, y también es potencialmente mucho más graciosa.

¿A qué es debido, pues, ese choque tan radical en la apreciación del entorno en el que ahora nos movemos? ¿A nuestro escaso conocimiento de la realidad escocesa? ¿Al hecho de que el narrador apunte a mentiroso de campeonato? A todo, un poco, pero sobre todo a lo segundo, aunque como decían las Sagradas Escrituras, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. ¿Nadie? Perfecto. Además, hay que entender al hombre, su vida romántica-laboral pasa por un momento de máximo frenesí... aunque también es importante no olvidar que las drogas van a jugar un papel esencial en esta función. El estado emocional va totalmente ligado a los gramitos de más o de menos, y no hablamos de dietas. Otro dato a tener en cuenta: ganar dinero estimula al cerebro de la misma manera que lo hace la cocaína. Con esto en mente, sigamos escuchando el testimonio de Mr. Robertson, quien está a punto de conseguir un ascenso que, a)- le hará ganar más pasta gansa, b)- le abrirá nuevos horizontes en la siempre variada e interesantísima oferta de estupefacientas y c)- dará un soplo de aire fresco (o "puro", como decía el bueno de Tommy) a su matrimonio.

Por supuesto, Irvine Welsh vuelve a estar al mando. En esta ocasión el texto adaptado es 'Filth', novela que de paso va a dar título a la película que nos ocupa (y cuyo título se mancilla en nuestro país por medio de la reiterativa coletilla de ''el sucio''). La época en la que transcurre la acción nos remite, por cierto, a esa gloriosa (?) década de los 70 en la que el policíaco brit patrullaba imperante por una ficción que logró entrar con mucha eficacia en el imaginario colectivo. Se impone, igualmente, un fuerte regusto anacrónico que en cierto modo viene a hacer buena aquella profecía (seguimos con el mismo profeta) que decía que en algún momento del futuro, no habrá ni tíos ni tías, sino sólo gilipollas. El tiempo, ya lo ven, ha dejado de importar, tanto que lo mismo parece suceder con la propia película de Jon S. Baird, quien se encarga de cumplir las labores concernientes tanto a la dirección como al guión.

Es como si el máximo responsable del espectáculo (con el permiso de un James McAvoy en perfecta sintonía con su guarrísimo alter-ego) hubiera detectado demasiado bien los puntos fuertes del relato original de Welsh, omitiendo así (y queriéndolo o no) el nexo que les dé auténtico sentido. Es por esto que 'Filth, el sucio' se muestra tan convincente a la hora de aprovechar sus golpes de efecto (que no son pocos y no van precisamente escasos de impacto)... y tan floja cuando toca tirar de todo lo demás. Al final de esa orgía de sexo, drogas y corrupción, quedará en la memoria, seguro, alguna que otra impertinencia, alguna otra salida de tono, varias cochinadas, por supuesto; tal vez algún episodio exacerbadamente alucinado, y la sensación de que esta especie de "Torrente a la escocesa" (o si se prefiere, réplica cachonda del "Teniente corrupto" de Ferrara, incluso más que la versión de Herzog), convencido de que su pueblo es la hostia... pero a la vez una puta mierda, iba de un sitio para otro, sin parar, pasadísimo de vueltas, casi siempre divertido, en ocasiones ridículo y en otras desesperante... pero sin recordar muy bien por qué motivo exacto destrozaba vidas (la suya incluida) aquí y allá, y sin acabar de saber nunca con qué objetivo final, más allá de escandalizar en aquel preciso instante. Quizás con la heroína no hacían falta motivos, pero a esta esquizofrénica versión del mal, no le hubiera venido nada mal.
reporter
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6
29 de julio de 2014
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un día de estos como cualquier otro, puedes verte en el aeropuerto de, pongamos, Detroit. Es tu primera vez ahí, no sólo en la antigua capital mundial del motor, sino directamente en los Estados Unidos. Sin embargo, has escuchado canciones, has visto películas / documentales, incluso has leído algún artículo al respecto, con lo que sabes que lo que más te conviene es no moverte de la terminal. Por mucho que la escala dure más de cinco horas. Por mucho que te diera tiempo de sobra para ir y volver del downtown y así poder llevarte un precioso souvenir de Michigan. Ni hablar, que la maldita crisis ha hecho de la ''Motor City'' algo demasiado... violento. Aquello es la jungla, y puede salir uno de la experiencia sin reloj, cartera, smartphone, riñones y también sin alguna que otra extremidad. De modo que te quedas ahí, a salvo (de los ladrones, violadores y asesinos clásicos... pero no de las aerolíneas, que a su modo de ver, son incluso peores). Ningún percance realmente serio que lamentar... no por tu conocimiento a pie de campo, sino por esa inmensa corriente cultural que, de algún modo u otro, te ha dado todas las señales de aviso que estaban en su mano.

Esto ha sido en Estados Unidos. Fácil. Pero el siguiente avión te lleva a Macao, de la cual sabes que hay casinos (por aquella peli de James Bond) y que antaño fue una colonia portuguesa (porque una vez te picó la curiosidad después de haberte estado viciando durante horas a aquel Project Gotham Racing). Sabes, también, que la ciudad forma parte ahora de la República Popular China y entonces, caes en la cuenta. Te encuentras en el país más poblado del mundo, el mismo que abastece al resto de naciones del globo terráqueo en prácticamente todo lo referente a productos de primera (y segunda, y tercera...) necesidad, el mismo que, mirándolo fríamente, ahora mismo no es la primera súper-potencia mundial porque, simplemente, no quiere (porque no le interesa / conviene, vaya). China, cuyo gobierno defeca en tantos Derechos Humanos como la mayoría de políticos elegidos democráticamente en otros continentes mucho más civilizados, es la que, a través de la compra híper-agresiva de Deuda Pública emitida por esos mismos politicuchos, nos tiene a todos cogidos por los mismísimos cojones... Respeto.

China, sí. De la que prácticamente seguimos sin saber nada. Malditos nosotros, o nuestros padres, o el sistema educativo bajo el cual crecimos... maldito alguien. Quien sea, porque estás en Macao y no tienes ni pajolera idea de lo que te espera una vez hayas salido del aeropuerto. ¿Será como Las Vegas? ¿Cómo Detroit? ¿Cómo Aranjuez? A saber. Una vez más, te das de bruces con la respuesta que tanto ansiabas: maldito sea el cine. Él y sus distribuidoras (esto siempre, que no falte), porque ni uno ni las otras han sabido suministrarnos, de forma más o menos subliminal, toda la información esencial para sobrevivir en este tan extraño Lejano Oriente. Por suerte, para la próxima vez que, un día de estos como cualquier otro, te encuentres en el aeropuerto de Macao, o de Pekín, o de Shanghai, es bueno saber que la cinematografía de dicho país, se encuentra ahora mismo en un estado de salud lo suficientemente envidiable como para que a sus más distinguidos cineastas (que no son pocos) se los rifen en los más distinguidos festivales del mundo. De hecho, es un fenómeno que ha pasado siempre, pero a lo largo de estos últimos años, como casi todo lo demás en ese país, la cantidad de estos directores de prestigio parece haber subido exponencialmente.

Jia Zhangke, nacido en 1970 en Fanyang, en la provincia de Shanxi, China (por supuesto), ocupa un lugar distinguido en esta hornada dorada que todavía puede dar mucho que hablar. Consagrado en la Mostra de Venecia, donde conquistó el León de Oro gracias a la muy estimable 'Naturaleza muerta', es éste un retratista sin lugar a dudas igualmente estimable, con un poder magnético tan atípico como, en casi todas las ocasiones, irresistible. Para la mayoría de mortales (es decir, los que creemos saberlo todo sobre Detroit pero que por el contrario no rascamos ni una en lo que a temática Macao se refiere) el primer contacto con su obra puede hasta ser violento. En el siglo XXI, los prejuicios siguen pesando. También hay características que parecen innegociables. El ritmo es, efectivamente, asiático: al salir de la sala, existe el riesgo de haber adquirido la capacidad de ver crecer la hierba. La pausa y los silencios ponen, por supuesto, el resto de una fachada que ciertamente impone respeto (incluso miedo), pero que de ningún modo debe convertirse en excusa definitiva para ponerle mala cara a la lección.

Porque 'Un toque de violencia' es, sobre todo, una especie de clase maestra (que no magistral). Los sujetos a tratar, varios: la soledad, la indefensión, la injusticia, la violencia (está claro), y cómo cocinar todo esto. La fórmula del éxito, una cocción lentísima que propiciará el más violento (otra vez...) punto de ebullición. El venerado Jia Zhang Ke bucea en el pasado para rescatar cuatro sucesos que tuvieron lugar en su país y que terminaron todos ellos con un contundente baño de sangre. Cuatro historias transformadas en cuatro relatos acompañados por la promesa de tres asesinatos y un suicidio. Ante este planteamiento, el problema principal lo aporta, como casi siempre en estos casos, el departamento de marketing, que hizo tan bien (o tan mal) su trabajo que en aquella fantástica 66ª edición del Festival de Cine de Cannes, a algunos nos indujo la esperanza de someternos a emociones fuertes. Pero no. Tras una primera media hora brillante que parece firmada por los grandes maestros (en momento álgido de inspiración) del cine de acción de Hong Kong, el autor chino vuelve a lo de siempre... lo cual es, en un primer momento (¿por qué ocultarlo?) algo muy parecido al clásico gatillazo.
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reporter
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