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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
Críticas 1.116
Críticas ordenadas por utilidad
7
9 de enero de 2021
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Estupendo thriller independiente, de lo mejor que se ha rodado últimamente —que tampoco es mucho decir, pero ese es otro cantar—. “Sweet Virginia” constituye la prueba fehaciente de que para hacer las cosas bien no se necesitan grandes dispendios presupuestarios, ni pirotecnias abrumadoras ni una legión de rostros celebérrimos. Sólo un mínimo conocimiento de los códigos, algo de gracia para exponerlos y un puñado de intérpretes que se crean sus papeles.
La película de Jamie M. Dagg, cineasta canadiense al que conviene seguir la pista, es un “neo-noir” bastante convencional en el desarrollo de su trama, pero que presenta un elemento novedoso ciertamente sugestivo: la ambientación rural, esa Améria profunda que lleva años asomando la patita —en rigor, el fusil de asalto— hasta literalmente irrumpir anteayer en el Capitolio, sacrosanta sede de la soberanía nacional. Con sus viejas glorias del rodeo, “white trash”, camionetas “pickup”, “diners” abiertos 24 horas y violencia cotidiana, se trata de un mundo que, a los urbanitas de la costa este y a los civilizadísimos —aunque cada vez menos, también nosotros— europeos, se nos antoja extraño como el paisaje marciano.
Asimismo, el reparto, breve e integrado por actores secundarios y principalmente televisivos, entrega un trabajo sobresaliente. Los hermanos China —muy competentes guionistas, pese a su apellido, que invita a imaginarlos regentando un bazar, o un puesto de comida para llevar— dan una vuelta de tuerca a los arquetipos: la “femme fatale” es una post-adolescente semi-analfabeta y resentida. La dama, una adúltera intransigente. El héroe, un pobre hombre más acabado que Adrien Brody. Y el villano, encarnado por un excelente Christopher Abbott, tan escasamente dotado de habilidades sociales, que acaba uno empatizando con él por vía de la pena, hasta un punto tal, que casi deseas que se salga con la suya.
Carorpar
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El siglo del yo (Miniserie de TV)
MiniserieDocumental
Reino Unido2002
8,1
1.056
Documental
8
2 de septiembre de 2018
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
“The Century of the Self” es un documental interesantísimo y al tiempo desolador. En cuatro episodios de menos de una hora y con precisión de neurocirujano, o francotirador, Adam Curtis disecciona el proceso de conversión de los ciudadanos en meros consumidores y las consecuencias no sólo devaluadoras, diría incluso trágicas, que ello ha traído para la política y la convivencia.
El punto de partida, o de inflexión si se quiere, lo encontramos, allá por los años veinte del pasado siglo, en la aplicación de los hallazgos del psicoanálisis a la creación de la mercadotecnia moderna por parte de Edward Bernays, sobrino americano de, precisamente, Sigmund Freud. Que la obra más célebre de Bernays lleve por título un ilustrativo “Propaganda” ya da una idea de la catadura moral del personaje.
Desde el pesimismo antropológico que supone considerar al ser humano como un niño caprichoso en vez de la criatura racional de los ilustrados, Bernays apuesta por halagar dichas veleidades y, aún más, fomentarlas sin pudor. En base a lo cual, se promueve un individualismo radical frente a las dinámicas colectivas que habían caracterizado a la democracia de masas. Tal individualismo, degenerado en la egolatría contemporánea del “selfie” y que Curtis no contempla todavía —su documental data de 2002—, resulta mucho más del gusto de unos poderes, tanto fácticos como institucionales, que llevan la máxima “divide y vencerás” hasta sus últimas consecuencias.
El resultado es de sobra conocido y precisamente por ello más dramático: una sociedad despolitizada, poblada de pobres hombres y mujeres vegetando en la creencia de ser únicos, en realidad parte indiscernible de un inmenso rebaño, acrítico y sumiso, cuyo solo cometido en esta vida estriba en comprar, desde café instantáneo hasta los que serán sus gobernantes.
Hacia el final de su cáustica obra, Adam Curtis apunta un problema que, como el del egocentrismo, se ha agravado transcurridos tres lustros. Esto es, lo que ha funcionado de manera inmejorable para el sistema económico capitalista no tiene porque dar tan buenos frutos en la arena política. Y es que, entendido el votante como un párvulo al que se debe mimar de continuo para no perder su favor conlleva, en el menos grave de los casos, la adopción de medidas contradictorias —la anécdota de Tony Blair y los ferrocarriles habla de ello a las claras—, cuando no directamente la caída en el pozo del populismo. De esto último sobran los ejemplos, tanto da el color del cristal con que se miren, o de la bandera en que se envuelvan.
Carorpar
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7
28 de diciembre de 2016
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ahora que, no sin cierto voluntarismo laudatorio —el exhibicionismo seriéfilo demandaba su nuevo juguete de usar y tirar—, se ensalzan las (no tantas) virtudes de “Westworld” (ídem, 2016) mientras se silencian sus (bastantes, y abultados) defectos, parece buen momento para revisitar la estupenda película de 1973 de la que aquella fanfarria pretenciosa es inflamado y poco respetuoso “remake”.
Un Michael Crichton que todavía publicaba bajo seudónimo escribe y dirige esta curiosa amalgama de distopía futurista y western crepuscular que sirve de marco perfecto a hora y media de diversión indesmayable, con profusión de tiroteos a cámara superlenta y chorros de tomate frito “Fruco” que hubiera firmado el mismísimo Sam Peckinpah. Una verdadera delicia para quienes, como yo, tuvimos el gustazo de disfrutarla allá por nuestra cada vez más lejana niñez y cuya paquidérmica, pretendidamente honda versión HBO nos esta dejando algo fríos. Poco amigo de sutilezas y perspicaz descifrador del gusto popular, Crichton nos ahorra la plasta moralizante en que retoza la reciente serie de televisión y, por contra, regala al espectador justo lo que éste espera de una desacomplejada serie B como la que nos ocupa: acción a mansalva. Ni más ni menos.
Un simpático James Brolin de —por entonces— llamativo parecido con Christian Bale se va de vacaciones al bizarro parque temático del título original junto a su apocado amigo interpretado por un insulso Richard Benjamin. Allí topan con la indiscutible alma de la fiesta: el pistolero robótico que encarna Yul Brynner, comodísimo en la piel —sintética— de su autoparódico personaje. Quién le iba a decir a la calva más famosa del Hollywood clásico que serviría de inspiración, directa y evidente, para el inmortal —en todas las acepciones del término— “Terminator” ideado por James Cameron y convertido en icono por Arnold Schwarzenegger. Así lo evidencian su porfía persecutoria, percepción ampliada e inmunidad a todo tipo de agresiones físicas. Mención aparte merecen los pixelados planos subjetivos, reproducción de la visión cibernética del sensacional villano, en la que por vez primera en la historia del cine se utilizaron imágenes generadas por ordenador.
En fin, muy recomendable ejemplo de cine de entretenimiento, sin más pretensiones que las que sugiere su —en absoluto peyorativa— calificación como tal. Porque se puede hacer pasar un buen rato y al tiempo quedar en la memoria colectiva, sentar cátedra incluso, sin abrumarnos con —sólo en apariencia— enjundiosos dilemas morales y cara imaginería artificiosamente deconstruida.
Carorpar
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7
9 de mayo de 2015
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ante todo cabe romper una lanza en favor de la valentía de Griffith a la hora de afrontar un proyecto de semejantes proporciones. Porque intercalar un folletín, dos péplums y una historia de época en la misma película resulta, cuando menos, ambicioso. Tanto es así que, pese al esforzado montaje, la trabazón entre las diferentes tramas adolece de cierta inconexión. El peso de las mismas en el conjunto de la cinta está asimismo bastante descompensado, de modo que el episodio titulado “La Pasión de Cristo” tiene una relevancia poco menos que testimonial, y el dedicado a “La noche de San Bartolomé”, pese a sus muchas posibilidades, no alcanza a ensombrecer el protagonismo de “La madre y la ley” y, especialmente, “La caída de Babilonia”, joya incontestable de un retablo tan altisonante como, mal que a tantos pese, admirable.
Es sabido que Griffith había quedado descontento con el melodrama lumpen “La madre y la ley”. Sin ser una mala película, palidece al compararla con el mito ―hoy como ayer falazmente denostado― que erigiera en “The Birth of a Nation” (El nacimiento de una nación, 1915). De modo que, ni corto ni perezoso, le añadió los otros tres episodios, entre los que destaca, y de qué manera, la citada “Caída de Babilonia”. Profundamente influido por “Cabiria” (ídem, 1914), Griffith exhibe músculo cinematográfico y una cuota generosa de hallazgos técnicos ―el majestuoso travelling con que se nos da la bienvenida a la capital mesopotámica―, en su impagable contribución al “kolossal”, participada de miles de extras y que sirviera de escuela de formación para un variado ramillete de reconocidos directores posteriores ―Victor Fleming, W. S. Van Dyke, Sidney Franklin.
“Intolerancia” continúa explorando las posibilidades del primer plano, la profundidad de campo y el montaje paralelo. Particularmente este último, acelerado vertiginosamente en el tramo final de la cinta, hasta tal punto que un socarrón crítico de la época llegó a afirmar que uno acababa por temer que el rey Baltasar de Babilonia muriese atropellado por un coche. Lo mismo que el plumilla en cuestión, el público no entendió la compleja narrativa de la película, ni su mensaje pacifista ―paradójicamente expresado en una abigarrada galería de imágenes violentísimas, decapitaciones explícitas incluidas― en un contexto de inflamado fervor bélico y patriótico ―Estados Unidos se aprestaba a intervenir en la I Guerra Mundial―. En consecuencia, Griffith, que había invertido en “Intolerancia” la inmensa fortuna amasada a raíz del éxito de “El nacimiento de una nación”, se encontró endeudado para los restos. "Shit happens", que en su momento debió de pensar Baltasar de Babilonia.
Carorpar
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8
13 de julio de 2012
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Inquietante western psicológico ambientado durante la fiebre del oro. Delmer Daves logra recrear el opresivo ambiente propio del microcosmos de buscavidas que habitan el pequeño pueblo minero en que se enmarca la historia con una maestría tal que la abrumadora sensación de claustrofobia no abandona al espectador hasta bien acabada la película.
En el turbio papel de médico sometido a la carga de un pasado negro como su sombrero, Coop, al que le quedaban ya pocos cortes de pelo- moriría apenas dos años después, en 1961-, continúa componiendo una presencia imponente, puro cine. El rijoso Karl Malden le da réplica tan brillante como su ralo flequillo al bies. María Schell, todo virtud y recato, se hace, sin embargo, un tanto irritante; si bien es cierto que su inocencia diáfana resulta eficaz instrumento para resaltar, por contraste, la espesa maldad que la envuelve. Una bien nutrida colección de pecados mortales y capitales se encarna en el abigarrado elenco de secundarios y figurantes, donde el que no es un iluminado peligroso es una arpía envidiosa o un calzonazos sin más. Ni siquiera la naturaleza se muestra amigable: la acción se encajona en mitad de un escarpado paraje en el que, de boca del citado calzonazos Karl Swenson, "te asas por el día y te congelas por la noche".
Carorpar
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