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Voto de Naroa Lopetegi:
6
Drama Un aspirante a escritor regresa a su pueblo natal en Turquía, pero se siente abrumado por las deudas y problemas que tiene su padre.
11 de agosto de 2019
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Argumento
Sinan ha completado con éxito sus estudios universitarios para maestro de primaria, y vuelve a su casa familiar en Çanakkale, en la Turquía profunda, a la espera de dar el siguiente paso en su vida, bien obteniendo alguna de las disputadísimas plazas de maestro estatal, o bien convirtiéndose, como ambiciona, en escritor. Lo que sea, habrá de empezar a labrárselo en un contexto familiar muy complicado, merced a los desmanes de su ludópata padre.

Sobre lo narrativo
En cierto sentido, puedo afirmar que “El peral salvaje”, pese a sus 188 minutos de duración, se me hizo corta. Me refiero a que acaba cuando mayor es mi implicación con la trama, más intensa está siendo mi conexión con lo que cuenta el director. En ese aspecto, llega el ‘The end’ y me quedo con ganas de más… Pero, aclaro, eso no significa que la película se me haya pasado en un suspiro. Antes al contrario, hay una fase inicial en la que no me interesa mucho lo que está desfilando ante mis ojos, e incluso ciertos momentos en que se me hace bola.
Nada más poner Sinan pie en Çanakkale, un vecino le espeta la primera queja relacionada con las deudas pendientes que ha contraído Idris, su padre. A partir de ahí, vamos descubriendo poco a poco (ir al grano no está entre las características narrativas de Ceylan) los estragos que la afición de Idris por apostar en las carreras de caballos ha generado sobre la familia. Tenemos ahí el vector más consistente de la historia, el hilo conductor más protagónico dentro de un guión que fluctúa por caminos muy diversos, que va y viene, que no tiene ninguna timidez para incluir elementos tangenciales de toda índole, algunos de ellos sumamente duraderos. Sinan jamás desaparece de escena, participa en todas y cada una de las secuencias, pero nos lleva por múltiples temáticas, hasta el punto de que por momentos resulta difícil pisar suelo firme. Al menos yo, alternaba entre fases en las que sentía que seguía el hilo que marcaba el cineasta, y otras en que me había extraviado totalmente.
Una cosa está clara: Ceylan goza de gran predicamento entre sus productores, ya que es de cajón que hay escenas, sub-tramas y vericuetos que podían haber sido carne de tijera para dejar el metraje en unas proporciones mucho más comerciales. Lejos de ello, la película se permite chapuzones en todo tipo de reflexiones, siempre con Sinan involucrado en ellas. El protagonista participa así en extensivas conversaciones sobre literatura (el exitoso escritor local demuestra tener una paciencia tan admirable como finita), sobre la ciudad de Çanakkale (las visiones del alcalde y el empresario arenero sobre la trascendencia actual del Caballo de Troya están muy alejadas de la de Sinan), sobre el amor (apetecería que el personaje de Hatice tuviera alguna otra presencia en pantalla después del mordisco), sobre la fe y la religión (se me hizo insoportablemente larga la perorata con los dos imames)…
Pero, entre tanto vaivén, el centro de gravedad de la historia es la relación entre el protagonista y su padre. Se puede entender cierta dosis de resquemor en Sinan ante las turbulencias que la adicción de Idris ha causado en las vidas del resto de la familia, con esa madre tan perjudicada como terca en defender a su marido. Pero el propio Sinan muestra actitudes y comportamientos sumamente mezquinos, lo cual va a provocarnos urticaria cuando le escuchemos proferir expresiones de supremacismo moral sobre su padre. Seguramente es por eso por lo que el último tramo de la película, cuando vemos a Sinan volver de la mili y encontrarse con una nueva realidad, atrapa mi atención de forma más entregada. Me parece de justicia poética ver cómo la balanza de éxitos-fracasos de padre e hijo se equilibrada por mor de la gratificación de uno y el fracaso comercial del otro, y siento una oleada de gusto cuando intuyo que la escena que estoy viendo sería un perfecto final, y efectivamente emergen los títulos de crédito. Ceylan consigue de ese modo diluir los momentos de cierto aburrimiento que he experimentado, e incluso la irritación que me ha alterado durante las interminables disquisiciones metafísicas y sepulcrales de los cansinos imames.

Sobre lo artístico
Cualquier película de más de tres horas de duración corre el riesgo intrínseco de saturar al público, más aún en estos tiempos actuales de inmediatez y obvios déficits de atención. Ceylan, además, se permite el lujo de narrar en un tiempo tan desmesurado una historia no especialmente entretenida, ni llena de giros y sobresaltos narrativos. “El peral salvaje” compra, pues, muchos boletos para ganar el premio al tostón.
Sin embargo, e incluso admitiendo que en determinados momentos mi atención se resiente (digámoslo claro, algún bostezo cayó), cuando acaba la proyección no se me ha hecho larga, no he sentido la tentación de mirar el reloj a ver cuánto falta. Buscando una explicación artística para ello, tengo claro que las reservas con que salgo del visionado del Ceylan “narrador” se convierten en pura admiración hacia el Ceylan “pintor”. Y es que la cinta es una auténtica colección de planos sobrecogedores, de imágenes bellísimas, de estimulantes juegos de luz, de paisajes que piden a gritos un poco de óleo y un buen marco… Por mi parte, los excesos de metraje del director quedan perdonados ante semejante homenaje visual.
Naroa Lopetegi
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