Para mí, hay dos películas de Woody Allen que ningún aficionado a la carrera del célebre cineasta y del séptimo arte en general debe perderse: Manhattan y Match Point. No podían ser más distintas. Entra ambas hay casi treinta años de diferencia, de experiencias y vaivenes en la carrera y vida de Allen. Una transcurre en Nueva York y otra en Londres. Una habla de amor y de amistad y otra de pasiones y de misterio. Una es optimista y otra demoledora. Pero son tan rematadamente redondas en cuanto a técnica y sentimiento, que es inevitable que cualquier cinéfilo se encuentre con ellas en algún momento.

La que aquí nos ocupa ya es un clásico imprescindible, siendo un film sencillo y ligero que habla sobre opciones vitales y matices sentimentales, en el que Allen interpreta a Allen (lo que saca de quicio a algunos), y en el que su musa de entonces, Diane Keaton, interpreta a Keaton (lo que saca de quicio a algunos), pero el amor con el que está tratada su historia y el guión tan pleno que sus actores recitan, acierta con tanto puntillismo en las dianas del corazón que resulta conmovedora del primer al último minuto.

Y Manhattan, que fue el centro de las vidas de los personajes de Allen; Manhattan, donde escribió y conmovió desde Annie Hall hasta este mismo año; Manhattan, que ejerce ese poder de fascinación en todos los que van y en todos los que desean ir; Manhattan se llama la película. Las ciudades están repletas de monumentos a personajes célebres, a batallas y victorias, a otros países, a ideas políticas, filosóficas... El Manhattan de Allen es un monumento que un cineasta construyó en 1979, para una ciudad única, espectacular, íntima, tal y como muestra en esos bellísimos minutos iniciales y finales, en el que los rascacielos que arañan el cielo, acarician el alma de todos los que aluna vez hemos vivido la felicidad y le hemos puesto un nombre, por ejemplo, Manhattan.