Es un trabajo titánico para disfrute del espectador, que lo único que debe hacer es dejarse llevar de un continente a otro, relajado, flotando en el espacio aéreo; sobre el lomo acolchado de un pelícano, un ganso o una grulla; sin reloj, sin rompecabezas; planeando sobre el mar, sorteando picos montañosos, aterrizando en paraísos; con las ventanas de los sentidos abiertas de par en par. Solo al tanto de que un desaprensivo escopetero, no nos arruine el viaje.

Jacques Perrin, el entrañable Totó adulto de Cinema Paradiso, junto a Debats y Cluzaud, rinden un homenaje tan cordial a la naturaleza, que si el público fuera capaz de mantener, en su cotidianidad, el nivel de complicidad que comparte durante el metraje, los de Greenpeace pasarían a ser unas hermanitas de los pobres, comparados con las hordas militantes que salen concienciadas de las salas, o sus casas, tras el documental.

Sí, emociona la belleza del vuelo, los singulares paisajes, las aguas cristalinas y cabrea mucho conocer el irreparable daño que estamos provocando en la casa de todos, en nuestro precioso y preciado hábitat.
Todo sucede desde una pasmosa pasividad, permitiendo que los individuos menos escrupulosos tomen decisiones impropias de un conservacionista elemental: uso abusivo de carburantes fósiles, tolerancia absoluta con los plásticos, envenenamiento de las aguas, utilización industrial de peligrosos recursos que somos incapaces de controlar (Chernóbil, Fukusima...)

La falta de respeto es tan clamorosa que un día la tierra se defenderá, y tiene bastantes más recursos para arrinconar a sus atacantes de lo que nos podemos imaginar.
Las aves molan. Los imbéciles no.