La odisea de un loco enamorado de la ópera que pretende levantar un Palacio de la Música en plena Amazonía, para lo cual intentará poner en marcha proyectos propios tan solo de titanes o de fracasados aventureros embotados en alcohol y sustancias psicotrópicas. Eso es Fitzcarraldo, la materialización de una nota imposible en la garganta de un hombre sin laringe.

Es también, esta obra magníficamente interpretada por Klaus Kinski, al margen de la propia hazaña que significó su rodaje, un canto a lo imparable de la voluntad individual de las hormiguitas humanas y la defensa, hasta el final, de extrañas concepciones existenciales que tienen que ver con la dignidad, el orgullo y los últimos coletazos de los perdedores.

Viendo la película no puedes sustraerte al supremo esfuerzo que debió suponer su realización y las tensiones generadas por la incomodidad y el peligro, que el director alemán supo encauzar para bien; al menos es lo que a mí me sugiere el resultado artístico.
Pocos como Herzog han sabido filmar las invisibles amenazas de la selva amazónica, sus gritos y silencios, sus ríos con trampas ocultas y los opacos, imprevisibles e inquietantes pensamientos de los indios de sus tribus.
Fitzcarraldo, para mi gusto, está entre las tres mejores que ha hecho este buen cineasta teutón que lleva cincuenta años ejerciendo.