El samurái que camina solo, el que va ofreciendo sus servicios al mejor postor, el que ha perdido el halo de guerrero justo y leal, el que tiene detrás una vida que ya ha olvidado; se llama Sanjuro y solo guarda de su época digna: el discernimiento entre el bien y el mal y una katana, herramienta que le da para pan y para sake.

Akira Kurosawa filma un wester en el Japón feudal del siglo XIX con calles polvorientas, tabernero cascarrabias, carpintero estresado y matones de poco pelo, que no envidia en nada a las mejores obras del género de John Ford o de Howard Hawks.
Con un blanco y negro que nos acerca más a la antigüedad de la historia del mercenario, nos hace disfrutar de las aventuras y desventuras de un hombre que una vez, presuntamente, tuvo principios y que en el pueblo de las discordias se alía con dos industriales artesanos, uno que vive de los vivos: el cantinero; y otro que progresa con los muertos:el diseñador de ataúdes.

Toshiro Mifune, el John Wayne de Kurosawa, borda su papel. Del resto se encarga la cámara del maestro japonés tan sabia a la hora de mostrar encuadres y de insinuar situaciones.