Sí, la vida, al final, es ese remolino que nos engulle. A veces rápidamente; y otras, en el peor de los casos, se toma un innecesario tiempo, nos hace girar como el agua sucia de un inodoro atascado, antes de arrastrarnos a las profundas praderas abonadas por la ceniza de los ausentes.

Por más que en el cine se haya tratado el tema de la vejez y las enfermedades de manera notable [Vivir (Kurosawa), Fresas salvajes (Bergman), Amor (Haneke), El padre (Florian Zeller)...], nunca alcanzaremos el grado de madurez que nos permita encajar estoicamente la cruda realidad, ni siquiera en la ficción. Casi nadie está preparado para decir adiós ni para entender el porqué de las cosas.
Gaspar Noé, que practica el hiriente ejercicio de la sinceridad extrema en sus propuestas, coloca una muesca más, para nada menor, en este género tan incómodo, que a todos nos interpela y que preferimos mirar de soslayo; no vaya a ser que delante tengamos un espejo. Y eso, por duplicado, es lo que pretende el director franco-argentino, que nos miremos 5, 10, 30 o 50 años por adelantado.

En esta existencialista reflexión, el creador no abandona su personal estilo (dos pantallas, cámara vigilante, alguna saturación cromática, mínimos cortes...) más bien lo utiliza para subrayar los aspectos que le interesan enfocar: la impotencia, la soledad, lo absurdo, el fracaso, los fugaces recuerdos...

Es tan buena la aportación actoral (Dario Argento incluido), que su impacto en el espectador puede resultar brutal, por aproximación.

Abstenerse sensibleros y consumidores compulsivos de patatas con kétchup.