Johnny cogió su fusil no es una película que se ve, es una película que se vive. Vamos entrando en ella progresivamente, y ya al final, cuando la última imagen se va difuminando al ritmo marcial que marca el tambor, nos damos cuenta de que ha sido al revés: Es la película la que ha entrado en nosotros. Nos explota dentro, y manipula alguno de nuestros insondables resortes emocionales de tal modo que, en mayor o medida, tras vivirla, ya no seremos los mismos.

Hay que ser más frío que la noche siberiana para que este monumento antimilitarista no despierte nuestra conciencia, normalmente adormecida ante el continuo bombardeo de información de usar y tirar en el que hemos convertido una sociedad adormecida. Miles de tuits, de vídeos virales o de vimes, que pasan ante nosotros rozándonos, como una vertiginosa corriente de nadería. Por eso, ante tanto producto efímero y caduco, Johnny cogió su fusil destaca, porque llega muy dentro, y se queda con nosotros para hacernos más lúcidos, más reflexivos y más conscientes del horror de la guerra, del temor a una medicina deshumanizada, de la dignidad personal o del valor de los pequeños milagros cotidianos, como el privilegio de sentir la luz del sol.

Una bomba explota, y ya no seremos los mismos.