Es “El fantasma y la señora Muir” una de esas películas impregnadas de magia que nos permiten fantasear con la posibilidad de que haya algo más allá de la vida, algo enriquecedor emocionalmente con lo que hacer llevaderas nuestras vidas cotidianas. Hermanada con esa otra película inolvidable que es “Jennie” de William Dieterle, en mostrarnos una realidad mágica que aísla a los protagonistas en una cápsula en donde lo fantástico se da la mano con lo real, y el amor platónico mitiga los sinsabores de los amores reales. El elemento fantástico acaba dando paso a una descripción certera y dolorosa de lo ordinario de nuestras vidas y lo irrealizable de nuestros sueños, de una forma sutil, preciosa y cargada de sentimiento alejado de sensacionalismo que nos embriaga de emoción.

La dirección de Mankiewicz es delicada e inspirada, mostrando una madurez y confianza en sí mismo ya en su tercera película, y la primera de las obras maestras que jalonan una filmografía impresionante, apoyado de forma brillante en un guion, obra de Philip Dunne, esmerado en unos diálogos detallistas en escenas cocinadas a fuego lento en las que se moldean ejemplarmente los personajes a través de la trama.

Todo el peso de la historia recae en los hombros del personaje femenino mientras el espíritu del capitán Gregg es el personaje pintoresco, que aunque se torna de gruñón y airado a conciliador, muestra un desarrollo más lineal que el de Luci Muir, cuya condición de humana de carne y hueso le lleva a experimentar diferentes fases sentimentales. En ese sentido, la responsabilidad de Gene Tierney es tremenda con un personaje complejo que es capaz de mostrarse contradictoriamente débil y fuerte a la vez, realista y soñadora, consiguiendo la maravillosa actriz una actuación sublime en cuanto a matices.

George Sanders aporta con su personaje el toque de amargura realista que convierte la historia en uno de los mejores retratos que se han hecho de los sinsabores de la vida cotidiana frente a la fragilidad de los sueños románticos. Es Sanders uno de esos actores que jalonaron su carrera de personajes refinados pero antipáticos, pagados de sí mismo, con cierto cinismo y una obsesión con salirse siempre con la suya, que alcanzó su cenit en el impresionante retrato de Addison DeWitt en la magistral “Eva al desnudo”, también de Mankiewicz.

El director utiliza algunas metáforas visuales sencillas pero prácticas y emotivas, que junto con la gran aportación de la fotografía de Charles Lang y la maravillosa música del mítico Bernard Herrmann terminan por redondear una película imprescindible y eterna, que contiene además unas de esas escenas inolvidables que nos llevamos de equipaje sentimental para toda la vida: cuando el espíritu del capitán Gregg decide abandonar la casa para permitir que Luci viva su vida, y en su despedida reflexiona en voz alta, mientras ella duerme, y en varios momentos se acerca a su rostro para casi acariciar sus labios, creando por momentos la ilusión de que vida y muerte, cuerpo y espíritu pueden traspasar la frontera de la lógica y la razón para fundirse en uno.

El tramo final está impregnado de dulzura y compasión por esa mujer que ha criado a su hija y luchado por el bienestar en su hogar dejando de lado el anhelo de cristalizar un amor verdadero, aliviando el sentido de la existencia en la satisfacción del calor familiar y de la amistad, para en un último momento sublime, dejar que todo cobre sentido entre lo real y lo imaginado, lo vivido y lo anhelado. Y mientras eso sucede, contemplamos atónitos cómo de nuevo se ha producido el milagro de ver magia en la pantalla ante nuestros propios ojos.