Cumbre del neorrealismo italiano, obra indispensable en la Historia del Cine. De Sica adopta los postulados de Rossellini para mostrar como, en la devastada Roma de posguerra, un hecho tan anecdótico como el robo de una bicicleta puede convertirse en un drama desgarrador. Adopta los códigos del maestro, sí, y también los adapta. Porque, aunque la miseria y la desesperanza, terribles, son las mismas; hay en De Sica un sentido del humor, negrísimo, surrealista, del que carece Rossellini. Ahí está la impagable escena de las beatas dando sopa boba por misa. O la de la vidente descubriéndole a un atribulado feo el evidente origen de sus males de amor: la falta de apostura. La influencia en Fellini, como se ve, resulta innegable. En cualquier caso, dichas pinceladas de humor y la frescura que aportan los intérpretes, todos ellos no profesionales, no logran diluir el desasosiego con que la cinta, no se disfruta, se sufre. Mucho más hoy día, cuando, a cada consejo de ministros que pasa, el riesgo de caer en una situación socioeconómica y moral tan miserable es cada vez mayor. Tampoco ejerce un efecto tranquilizador una banda sonora cuyo tema principal subraya de modo inmejorable la mencionada penuria que todo lo infesta, corroyéndolo hasta el alma.