Lo reconozco: me daba mucha pereza ponerme con “Ratcatcher”. Porque esperaba —temía— un panfleto infumable y maniqueo. Un ladrillo “alla maniera di” Ken Loach, esto es, con todos sus tics y ninguna de sus bondades.
No obstante tratarse de una película de tesis con la correspondiente guarnición de motivos social-realistas, los preside un lirismo desacostumbrado y muy conmovedor, a fuer de bien entendido y sin concesiones a la galería. Eludiendo la tentación tremendista, en la que suelen incurrir muchas otras cintas de similar pelaje —sucio, infestado de liendres—, Lynne Ramsay construye una historia de hermosísima fealdad.
La lucha por la supervivencia de una familia de clase obrera —no por ello desestructurada, ¡oh casualidad!—, con sus picarescas cotidianas, ineludibles miserias y pequeñas grandezas, se reviste de una dignidad exenta de toda cursilería.
Igual comedimiento se dedica al final de la infancia y al advenimiento de la pubertad. A sus ritos de paso tantas veces desagradables, rayanos algunos en la tropelía. Y especialmente a los excitantes hallazgos hechos a lo largo de unos pocos años que, por su peso —enorme— en la configuración de la personalidad del adulto que seremos, parecen durar mucho más, décadas, una vida dentro de la propia vida.
El positivo epílogo —nada hay tan elocuente, ni sincero, como la sonrisa de un niño— también es “rara avis” en un subgénero que no se caracteriza por su optimismo antropológico, precisamente. En fin, no me atrevería a decir que “Ratcatcher” nos reconcilia con el ser humano —su punto de partida bordea lo tremebundo, y contiene algunas escenas de indiscutible sordidez—, pero la esperanza y la ternura que le merecen el mundo y, sobre todo, sus imperfectos habitantes sí resultan muy de agradecer.