La película se ve con mucho agrado porque posee un aire costumbrista maduro, desinhibido y sincero que atrae sin reservas.
El argumento cala en el espectador porque C. Sautet -guionista y director- parte de premisas válidas y las desarrolla con ingenio y originalidad.
El magnetismo de R. Schneider en la pantalla resulta absorbente pero la presencia de I. Montand, vitalista y arrollador, proporciona la réplica adecuada y entre ambos conforman una pareja de protagonistas de auténtico lujo.

Resulta admirable la exposición de los estados anímicos, su definición psicológica y hay que señalar la sencillez narrativa de un excelente trabajo cinematográfico que a un tiempo es concisa y esclarecedora.
Y, además, encuentra el punto perfecto de equilibrio entre la forma y el fondo.
Magnífico trabajo del director que ya nos había sorprendido con su inolvidable “A todo riesgo” (1960).