Un enredo, una maraña, una farsa urdida con ingenio, un relato que juega con la anacronía, una joyita teatral y un embrujo que salta a la pantalla de forma sencilla pero con enjundia enérgica y con trazas de arte mayor.
Para no olvidar.

J.M. Rodero era bajito pero con inconmensurables dotes de actor.
Y Alfonso Paso, denostado hasta la saciedad, realiza en esta obra un eximio ejercicio de humor perspicaz y de creatividad expansiva.
Hay veces que lo excepcional se presenta sin aviso previo y por eso no todos están prestos a degustarlo.
Obra, dirección, ambientación e interpretación dicen su mensaje al unísono en una función de brillante tramado argumental.