Hernán Zin, reconocido reportero y director, es de los primeros en abrir la veda de las piezas audiovisuales sobre la COVID-19; a lo mejor es la primera, pero seguro que no la última.

Siempre se han documentado las grandes catástrofes o crisis, ahí están Lo imposible de Bayona o La gran apuesta de McKay. El secreto reside en la forma en que se hace; la forma en que se acerca el tema al espectador, si cae –o no– en el sensacionalismo y cómo brinda y despliega los distintos aspectos La pandemia deja una situación sin precedente y eso supone un gran reto del que su autor ha logrado salir airoso.

Librando la regular interpretación de los dos sanitarios que atienden a nuestro protagonista, desde el principio quedamos atentos a la pantalla. El uso de tomas en primera persona, en situaciones verídicas con sus llantos, risas y pensamientos acerca mucho al público. A parte, usa ese interés innato que se nos ha despertado a todos sobre aquellas cosas que tanto oímos pero no vemos: ¿cómo aislan y trasladan a un paciente al hospital?; ¿qué se siente al vivir esa experiencia en soledad?; ¿cómo se asiste a una persona infectada? Esta pieza pone cara y ojos a todos aquellos números que llevamos viendo en televisión durante casi un año.

Su talón de Aquiles es la interpretación de los personajes que sirven de hilo, aunque apenas tiene importancia frente el argumento principal.

Más que una película o un documental, asistimos a un recuerdo colectivo: llevamos mucho tiempo expuestos a esta situación y las informaciones que se dan de ella, por eso el filme puede escocer nuestras irritadas emociones. No obstante, servirá como memoria viva de este periodo. Lejos de situaciones dramáticas forzadas, se presenta una batería de imágenes que dan rienda suelta a la conciencia de todos y hace que nos replanteemos el sentido de sociedad.

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