“Stromboli” es una película que admite múltiples lecturas, y seguramente por eso ha resistido muy bien el paso del tiempo. Más allá de la denuncia de la situación social de la Europa de postguerra, y la crítica a la cerrazón cultural de la Italia de los 50, la película toca muchos temas que trascienden a su tiempo: la libertad, la soledad, el feminismo, la naturaleza, la ecología, la religión, el choque entre el mundo rural y el urbano... Ingrid Bergman está pletórica en su interpretación de Karin, una lituana que accede a un matrimonio de conveniencia para huir de un campo de concentración, y acaba recluida en una isla remota de la que todos emigran. La protagonista se ve encerrada en la prisión de un pueblo de calles laberínticas y de una comunidad cerrada en unos códigos caducos. Y, por encima de todo, un volcán todopoderoso y demiúrgico. A pesar de que predominan los planos al aire libre, plenos de luz, la película relata la historia de una persona ahogada en su propia existencia. Rossellini imprime el ritmo perfecto para que el espectador sienta también ese ahogo. La cruda escena de la pesca de atún (de lo mejor, y en blanco y negro), el realismo del momento de la erupción del volcán, los vaivenes emocionales de la protagonista, la sensualidad de algunas escenas, el simbolismo de otras (el hurón y el conejo), el tono documental, los encuadres, la música… Pasión contra brutalidad. Rossellini mueve los hilos en lucimiento de su adorada Ingrid Bergman, hasta un desenlace que no a todos agradará (a mí no me termina de convencer, lo reconozco), pero cuya contundencia deja hundido en la butaca a cualquiera.