Nada mejor que la figura de la tecno-bailarina Loïe Fuller para trasmitirnos el cientifismo artístico de finales del XIX y principios del XX, pero una vez más el concepto biopic –con sus forzados acentos de homenaje y otras lacras- estropea cualquier intento de profundización. La reproducción de los aparatosísimos juegos de luces y telas de Loïe parece muy lograda (a juzgar por lo que se ve en viejas películas como la de Chomón). Pero los únicos destellos de interés de la historia los aportan los breves momentos en que se refleja el choque de la gastada y enferma Loïe de inicios del siglo veinte con el fulgurante genio de una joven Isadora Duncan, que predica en las mismísimas narices de la diva un baile sin artificios. Si tenemos en cuenta que para presentar esta pobrísima historia se han tenido que falsificar los detalles biográficos de la homenajeada (curioso que se minimice la homosexualidad de un personaje en una época en que ésta suele emplearse, con mayor o menor acierto, como etiqueta de modernidad e incluso glamour), nos quedamos con lo de casi siempre en los biopic: el tour de forcé de un intérprete metiéndose en la siempre agradecida piel de un personaje famoso.