Da mucha pena ver, por un lado, el gran nivel profesional de los que trabajan en las películas (no solo los intérpretes, sino los técnicos de todo tipo que intervienen detrás de las cámaras y antes y después de los rodajes) y, por otro, las boberías que se conforman al cabo de tanto esfuerzo. Es como contar con grandes albañiles y grandes operarios de todo tipo para la única misión de levantar un palacio de chatarra con unos planos absurdos. Aquí, todos los detalles de la historia, los más y los menos realistas, no son más que excusas para el tiro y el ruido, encajen más o encajen menos. Probablemente, los productores cinematográficos consideran que desarrollar una historia con sensatez y analizar con rigor temáticas sociales o existenciales les quitaría público, pues, aunque las obras resultantes no fueran muy cerradas ideológicamente, siempre apuntarían o sugerirían conclusiones que lógicamente no puede compartir todo el mundo. Por eso, prefieren dejar su producto abierto al máximo posible de posibles clientes, aunque el precio a pagar sea la banalidad y el absurdo. Al fin y al cabo, siempre habrá críticos amables y espectadores complacientes que proclamarán que están ante la película de su vida, o casi.