De todo un poco, lo importante es la mezcla, ese extraño híbrido en donde la historia da lugar a un cuento de hadas no apto para menores de trece, una atmósfera que nunca llega a ser realista pero que tampoco llega a situarse desde un parámetro fantástico: El laberinto juega desde el umbral de aquello que mira y provoca, luego ataca o más bien lanza tarascones al aire (algunos con cierta certeza), no quiere mostrar una sola cara.

El guión es tan notorio como arbitrario, puesto que los dos argumentos principales se mezclan sin una verdadera causa, nunca resultan simbiontes. Uno posee el rigor de lo real, la crueldad y la visceralidad "toriana" del mundo que nos rodea; el otro se regodea en un aparente mundo de hadas que aplasta la inocencia y se transforma en una pesadilla de lo que está viviendo la protagonista en el pano concreto: es que, a veces, la evasión falla y llevamos los monstruos hasta aquellos resquicios íntimos donde no queremos que entren, igual lo hacen.

El final encuentra la justificación de un sacrificio que se antojaba vacuo y le otorga a la obra un tono sublime de autosuperación en el que la peli no suma ni resta. El laberinto es una criatura de carácter histórico/fantástico con toques pesadillescos en ambas realidades: los sueños se corrompen fácil, el horror trae los horrores más inesperados.