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España España · Valdepeñas
Voto de Lucho Garmán:
8
Drama Tras doce años de ausencia, un joven escritor regresa a su pueblo natal para anunciar a su familia que pronto morirá. Vive entonces un reencuentro con su entorno familiar, una reunión en la que las muestras de cariño son sempiternas discusiones y la manifestación de rencores y reproches. Adaptación de una obra teatral de Jean-Luc Lagarce. (FILMAFFINITY)
6 de abril de 2019
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Domingo: Día del Señor, de misa dominical y de carreteras abarrotadas de capitalinos poniendo rumbo a la playa con hijos, abuelos, tíos y sobrinos. Domingo, por ende: mala fecha para organizar una cena familiar, –al día siguiente se madruga y Dios ayuda, que para eso vamos a misa– y mucho menos si se trata de una familia hiperdisfuncional en la que el más mínimo chascarrillo mal dirigido o digerido puede dar pie a una situación similar a la que vivieron los vecinos de Puerto Hurraco. Cosas de casa, al fin y al cabo, las que se narran en esta claustrofóbica historia sacada de una obra de teatro escrita por el dramaturgo francés Jean-Luc Lagarce. Hablaba con un compañero, antes de ver la adaptación de Dolan, preguntándole su opinión acerca de la misma. Al parecer le resultó tan sumamente insoportable que no fue capaz de aguantar la hora y treinta y ocho minutos que dura la totalidad del metraje. Con este único y desolador testimonio me autoimpuse la obligación de aguantar hasta los títulos de crédito; de hacerme el haraquiri, o incluso de usar las esposas que guardo en el cajón de mi habitación para atarme a la cama, impidiendo cualquier posibilidad de huida que pudiese presentarse en un determinado momento de sopor irremediable. Aparte del prejuicioso posicionamiento inducido por la crítica externa, se trataba a su vez de un primer contacto con la filmografía de este precoz director francocanadiense del que tantas cosas –buenas y malas– había leído y escuchado con anterioridad.

Siempre se ha dicho que se necesita cierta madurez, tanto personal como artística, para llegar a la altura de los más grandes; aunque si tomamos como verdadero el famoso dicho popular que reza “los únicos que dicen la verdad son los niños y los borrachos”, este niño parece contar su verdad particular –o la de Lagarce– con bastante clarividencia, precisión y elegancia en Solo el fin del mundo; en cuanto a los borrachos, bueno, Lars von Trier escribió sus mejores bestialidades yendo más borracho que Ortega Cano en sus momentos de mayor esplendor etílico. Dicho esto, no es menos cierto que la trama puede llegar a resultar algo tediosa, uniéndose a esta característica los repentinos arrebatos de ira e histeria que sufren algunos de los personajes de tanto en cuanto a lo largo de la historia, material de análisis suficiente para que Sigmund Freud hubiese podido añadir otros cuantos tomos más a su tratado dedicado a dicho desorden psicopatológico. Y es precisamente esta disonancia que se manifiesta entre la parte más letárgica del film, personalizada sobre todo por los personajes de Louis y Catherine, y aquella más visceral que retrata cierta sordidez, descontrol y espontaneidad, llevada al borde de la impertinencia más grotesca y desquiciada, de la que se hace cargo sobre todo el personaje de Antoine, interpretado de manera bastante notable por el casi siempre acertado Vincent Cassel.

Se parte de la premisa principal que lleva al mediano de los tres hermanos a retornar a casa después de doce años, sin haberse pasado siquiera a recoger algún que otro tupper, para comunicarles a todos ellos que está enfermo y que seguramente no llegue ni a la cena de Nochebuena. A partir de este momento, todo en la casa se torna hostil e impredecible en repetidas ocasiones, unido esto a la necesidad que Louis siente por reconstruir el pasado a partir de los elementos domésticos que estimulan continuamente su memoria y que, mediante el recurso de la analepsis, se reponen provocando que las inseguridades del protagonista se vayan acrecentando y llevándolo a un estado casi cataléptico que no le permite más que responder con monosílabos a las desatadas intervenciones de sus hermanos.

Desde el punto de vista técnico, se pueden observar algunas buenas cualidades con respecto al uso de las tonalidades en determinadas escenas, o en secuencias con primeros planos que con escasa preponderancia de diálogo resultan bastante eficaces; esto último se puede apreciar, como no podía ser de otra forma, en los fragmentos que protagonizan Louis y Catherine, en los que sobre todo la presencia y la interpretación de Cotillard, aunque discreta por exigencia misma de su personaje, aguanta el tipo por encima de un Gaspard Ulliel que no termina de caer en gracia. En definitiva, no es tanto la actuación individual o coral lo que brilla en la película y por lo cual me haya decantado por calificarla con un 8, sino la notable destreza del guion y la naturaleza de los sentimientos que se ponen de manifiesto a raíz del propio texto; y es que no era del todo fácil adaptar una pieza teatral como la de Lagarce, a pesar de que esta contenga un tono mucho más existencialista que la película y salvando algunas pinceladas añadidas de cosecha propia por Dolan que no me llegan a parecer del todo acertadas o, cuanto menos, necesarias.
Lucho Garmán
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