Hace algunos años, al igual que Stefan Brand, imbuido por ínfulas etílicas y picos pardos de una noche muy loca, acabé en los brazos de una fermosa criatura. La inyección alcohólica fue de tal grado, que a posteriori del affair, era incapaz de recordar siquiera nombre ni rostro. Y para gran desdicha mía, fui convidado por la criatura a un reencuentro a plena luz del día, en una concurrida plaza de algún lugar de Castilla, de cuyo nombre no place acordarme. Accedí al encuentro cuál caballero don Quijote, con un resacón de órdago, espoleado por un Sancho Panza por compañero, presuroso de anotar otro fail a mi dilatada carrera de insólitas cagadas.

Cuando un hombre olvida a una mujer, no es por odio, indiferencia o maldad. Es por simple y clara salud mental. Y en éste drama clásico, comprendes ese vulgar... ¡pero santo dicho!: "una mujer da sexo por amor y el hombre da amor por sexo". A pesar de sus múltiples licencias, incongruencias y escenas a ralentí. Joan Fontaine nos recuerda aquellos maravillosos polvos, (de estrellas... malpensado lector) que jamás volverán, pero que guardamos en lo más profundo de nuestro ser, guarecidos en algún lugar del subconsciente lejos, muy lejos de la frivolidad hostil hacia todo lo verdadero. Por eso y no por otra cosa, comprendo la locura de atar de Joan Fontaine, de Isabel Adjani en su "Diario íntimo de Adela H." El romanticismo siempre fue un tupido velo, para esconder las pasiones más mundanas. Somos hombres, no santos.