Lo primero que me pasa por la cabeza es de dónde habrán sacado al chico protagonista. Para su corta edad es un prodigio de expresividad y economía gestual. Llena él solo toda la pantalla, sin perjuicio de que todos los demás actores también estén perfectos.
Lo segundo es una impresión personal: que para poder disfrutar de esta obra hay que desconectar temporalmente la cabeza y sus mecanismos. La historia te entra por algún otro lugar, más cercano al estómago. Supongo que tendría que decir el corazón, pero no fue así como lo sentí. No se me ocurre otra explicación para el extraño tipo de conexión que experimenté al verla, pendiente cada segundo de lo que sucedía en la pantalla. Y esto a pesar de que no se trata precisamente una película trepidante, sino de una morosidad casi japonesa.
En tercer lugar, chapeau por el director de fotografía: consigue convertir el paisaje, de una soledad sobrecogedora, en un protagonista más.
Resumiendo: en mi opinión ésta es una película única en cuanto a honestidad, sensibilidad y también por su crudeza, por mucho que a algunos les suene a dejà vu. Tal vez nos hayan contado lo mismo muchas veces, pero muy pocas de esta forma y con tal fuerza.