Las novias y los hermanos, los hermanos y las novias: como el Quijote, todo el mundo la conoce y pocos son los que con sinceridad podrían responder por ella. Algo que choca tratándose de uno de los musicales más reconocidos de todos los tiempos. Impensable de realizar hoy día, prácticamente convertido en género extinto, es un ejemplo propicio de que no es el estilo que más se pueda ajustar a los gustos mayoritarios actuales: no se encuentra entre los consumibles modernos, generacionalmente hablando. Y menos, hecha en el contexto en que esta hecha y rezumando tibieza por los cuatro costados. Incluso a la hora de pegar mamporros se presta más a la visión de una obra teatral que cinematográfica, siempre en los términos en que uno ha de asumir la evolución del cine como medio de entretenimiento.
Al compás del cambio se mueve también lo tocante a la fotografía con sus verdes praderas y montañas nevadas, que se ven casi en lontananza como simples ilusiones ópticas que evidencian la falta de realidad por los decorados de cartón piedra. No importa. Tampoco entonces. En aquel momento era lo de menos y lo ha de seguir siendo ahora. Estando tras la cámara un as de esto del musical como Stanley Donen, poco que objetar.
El número musical estrella, o debería decir la escena completa estrella, viene con el levantamiento colectivo de un nuevo granero en el pueblo. Una mera excusa, tan válida como cualquier otra, para celebrar un baile, una fiesta; ese lugar y momento en donde solteros y solteras puedan encontrar a alguien con quien dejar de serlo.
Pese a que no se encuentre entre mis favoritos, entre otras cuestiones por la ausencia de canciones que colaboren en el recuerdo, de vez en cuando es buen momento para recordar a Adam Pontipee y sus rudos seis hermanos.