Quienquiera que recuerde al Saul Goodman de esa artesanía televisiva perfecta titulada 'Breaking bad' reconocerá inmediatamente el rostro del protagonista de 'Nadie'; solo por la carcasa, claro. No hay por ninguna parte rastro de aquel insidioso abogado, embustero y corrupto como pocos, con el que los buenos de Walter White y Jesse Pinkman tenían que lidiar. En su lugar tenemos a un padre de familia con una vida monótona y asexuada que no es más que la fachada de una auténtica bomba de relojería.
Se apoya con maña para generar más contundencia sobre sus actos en la negación de un pasado del que acaba siendo víctima (y verdugo). La doble vida de otro tiempo emerge como una bestia irrefrenable, casi suicida, para apartar con furia al hombre castrado y dar rienda al tipo que nunca adivinarías de dónde viene. Un hombre de estatura normal, complexión normal y edad madura. Un padre de familia. El vecino de al lado. Nada que haga sospechar, no en lo que se convierte, sino en lo que ya era y tan solo recupera, para expulsarlo con rabia contenida por una de esas siniestras jugadas que de vez en cuando reserva la vida. Será, como dicen, que el pasado siempre vuelve y a Hutch Mansell más que mortificarlo, lo libera.
El resultado es una transmutación sorprendente en ese reencuentro con uno mismo, ganándose un respeto que no tenía. O sencillamente, había dejado ir. Ciertamente análogo a John Wick, igual de contundente y menos estilete que aquel. La extraña forma que encuentra de depurar para encontrar la paz, es el inconfeso espejo en que más de uno se mirará. Nadie es una estupenda definición, hasta que deja de serlo.