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España España · Madrid
Voto de John Doe:
4
Drama Segunda mitad del siglo XVII. Dos jóvenes jesuitas portugueses viajan a Japón en busca de su mentor, el conocido misionero Padre Ferreira. Los últimos rumores indican que, tras ser perseguido y torturado, Ferreira ha renunciado a su fe, algo difícil de creer para los sacerdotes que parten en su búsqueda. En Japón ellos mismos vivirán el suplicio y la violencia con que las autoridades japonesas persiguen a los cristianos, a los que ... [+]
1 de febrero de 2017
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fe (del lat. fides): creencia en algo sin necesidad de que haya sido confirmado por la experiencia o la razón, o demostrado por la ciencia.

Tengo que reconocer de antemano que me resulta muy difícil decidirme a ver películas de temática religiosa, más aún cuando la persona al frente del proyecto es un norteamericano, pues su innata predisposición al espectáculo no carente de prepotencia (por si queda alguna duda, no me produce demasiada simpatía la cultura norteamericana) no parece el mejor ingrediente para tratar temas de hondo calado espiritual y naturaleza contemplativa; aunque, por otro lado, precisamente la ingente historia de la religión católica, con su tradicionalmente grandilocuente puesta en escena y ostentación pública, tal vez sea la más adecuada para ser llevada a la gran pantalla por un antediluviano cinéfilo neoyorquino como Martin Scorsese.

Para su última producción, Scorsese ha elegido la novela histórica de idéntico título del japonés Shusaku Endo para narrar la persecución sufrida por dos misioneros jesuitas (interpretados por Andrew Garfield y Adam Driver) en su divina misión de propagar el cristianismo en las hostiles tierras niponas durante la primera mitad del siglo xvii mientras buscan a un correligionario desaparecido (Liam Neeson), con su consiguiente proceso de maduración interior. Pero ¿por qué el director de películas tan homicidas como Taxi Driver, Uno de los nuestros o Infiltrados iba a querer narrarnos esta historia de fe? «Sé que la mezcla de hacer cine mientras hablo de redención es algo que sorprende, que no todos entienden. Pero está en toda mi obra, sin resolución», confesaba el propio director en una entrevista concedida a El País, y, bien mirado, parece que, en efecto, muchos de sus personajes buscan desesperadamente esa liberación de la vida terrenal a toda costa, casi todos ellos por la vía del calvario, y en esta ocasión no será diferente.

La experiencia católica de este seminarista sin vocación (Scorsese), entre otras cuestiones más económicamente espurias, parece estar, pues, en el origen de este proyecto pero, entonces, una nueva pregunta nos asalta: ¿pueden resultar necesarias o digeribles en estos utilitaristas días, plagados de cinismo y sin apenas referentes espirituales, películas históricas de temática religiosa en las que se ensalzan valores ya casi prescritos como la penitencia, la confesión o el martirio, más allá del ámbito de la Iglesia católica y su pedagogía del sufrimiento? Ante el apocalíptico panorama descrito pudiera ser que sí por lo que uno acaba concluyendo que el visionado de Silencio, por su fondo y aún más por su forma, se presenta ante el público como todo un acto de fe.

Porque fe es lo que debe demostrar el auditorio cuando, desde el primer minuto de proyección, se topa una vez más con el egocentrismo norteamericano que, por gracia divina, le otorga la potestad para convertir a misioneros portugueses en su labor de evangelización tres siglos atrás en perfectos angloparlantes para envidia y recelo de las más prestigiosas academias de idiomas. No contentos con ello, durante su estoica labor, los predicadores se encontrarán con nativos japoneses, mayormente campesinos, con las mismas capacidades lingüísticas de aquellos, lo que solo puede ser resultado de un auténtico milagro que el más descreído de los asistentes deberá sobrellevar con resignación cristiana para no despistarse del camino marcado por el demiúrgico Scorsese.

La misma adhesión requerirá a la audiencia el hecho de que, para la adaptación de esta obra literaria a la gran pantalla, un experimentado artesano como Scorsese haya optado por el nada original recurso de la voz en off para mostrarnos los sentimientos y las emociones que experimentan los protagonistas y que, sin género de duda, deben ser muy profundos.

Porque, al fin y al cabo, el cine no deja de ser una historia narrada en imágenes, y para esta nada particular historia Scorsese recurre a la más grande historia jamás contada, que no es otra que la de la Biblia y la de su acólita la Iglesia. Por ello, Silencio no dudará en hacer uso de manera entreverada de multitud de pasajes, figuras e iconografía propios de la cristiandad, fajada ya en infinitas batallas. Así, por ejemplo, conoceremos en el discurrir del relato a un hombre débil e infiel a la manera de Judas, reviviremos ese canto del gallo al alba indicio de una nueva traición y constataremos el inmortal peso de imágenes y figuras cristianas que ayudarán en momentos cruciales de la historia tanto a los personajes como a los espectadores (creyentes) a sobrellevar el calvario que supondrá el violento choque de culturas para los primeros y el del, quizá, excesivo metraje para los segundos (nada más y nada menos que 161 minutos de duración).

Tanto es así, que el significado último de Silencio se sustentará en un último golpe de guion tan exhibicionista como revelador.

Pero cual obstinados caballeros cruzados, y para echar por tierra toda la supuesta solemnidad de lo dicho hasta ahora, defenderemos siempre nuestra fe en el cine y en sus apóstoles, como, por ejemplo, Scorsese, mesías audiovisual en otro tiempo, por su capacidad para transportarnos a una remota isla del Pacífico desde la oscuridad de la sala de cine a través de sus envolventes imágenes y atmósferas casi tangibles (pese a que la siempre exhibicionista imagen digital se empeñe en sobreexponer sus intenciones, del mismo modo que hace Scorsese por momentos con esa fantasmagórica imagen del rostro de Jesucristo que aparece en algunos pasajes), por su búsqueda inagotable de nuevos espacios y tiempos por conquistar a través de las historias, por exigir al espectador un salto de fe, siempre silencioso (como los buenos dioses), en medio de nuestras ajetreadas rutinas y no tener que apostatar así de nuestra condición de creyentes del séptimo arte.
John Doe
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