Este documental muestra de manera ejemplar cómo el dinero inyectado en los mercados puede fluir, crecer o trasvestirse, ajeno a las miradas incrédulas o desconfiadas, e incluso, ajeno a la pura realidad. El producto ficción como instrumento comercial tiene estos riesgos (llevar a la ruina a la séptima empresa de USA), que dirían los gurus del neoliberalismo, y solo una consecuencia clara: la desgracia para el modesto (los empleados de Enron, como todo el que pierde su trabajo en los Estados Unidos, perdieron su seguro médico, su sueldo, su jubilación, su dignidad, etc.). Como curso avanzado sobre ingeniería financiera para economistas y protoespeculadores de escasos escrúpulos, el caso Enron debería ser de obligado análisis y de aconsejable ejemplo. Además, este documental, debería ser de obligada visualización para todo hijo de vecino que quiera asomarse a la intrahistoria de un parquet bursatil e intuir, al menos, cuán perversos pueden llegar a ser los laberintos de la economía capitalista.

Pero hay algo del documental que, en el fondo, estremece aún más. Y es ver cómo los protagonistas viles (y los envilecidos) de este documental resultan tan familiares a ojos de un españolito de a pie. Cualquiera de estos sicópatas no muestra rasgos demasiado espeluznantes a simple vista, ni aparecen con colas puntiagudas o risas demoníacas. Pueden confundirse con las presencias cotidianas de un político huidizo haciendo una rueda de prensa a la hora del telediario o con la cara inofensiva de un empresario cortando la cinta de un nuevo centro comercial. Todo tan familiar como la crueldad de una sonrisa que busca tu confianza para venderte una soga, una pistola, un voto, una hipoteca o cualquier otro instrumento de suicidio.