Hay películas que no se sabe cómo funcionan, a pesar de que deliberadamente ponen toda la carne en asador; a pesar de que intentan lo que en esencia adoro del cine: expresar sin decir ni una palabra, y dejar que la intuición termine siendo una evidencia. Y para eso, paradójicamente, se necesita un guion sólido que permita dar profundidad a las miradas, a los gestos, al ambiente. Moonlight lo hace realidad, y lo tilda con una sobria fotografía que te hace recorrer las mismas calles, casas e Instituto, que este desdichado, sensible e inteligente niño, luego chaval y finalmente adulto. Es casi magia, es estar dentro, es el efecto inmersión que podrás reiterar una y otra vez, cada vez que vuelvas a visualizarla. Algo que no veía en el cine desde hace mucho, y sí con cierta frecuencia en las actuales series televisivas y en la literatura novelesca, que parten con una holgada ventaja por la amplitud del tiempo.

Si la premisa de la que parte puede generar cierta pereza en el espectador saturado de sus problemas cotidianos y las desdichas de telediario, que no se deje engañar. Es cierto que es la historia de un niño desfavorecido en un barrio marginal, y la evolución en sus etapas posteriores. Pero Berry Jenkins y quien sea el magnífico guionista le han impreso un carácter tan entrañable y real, y han sabido construir una historia de amor tan inusual, que unos pocos trazos de brocha gruesa les han sido suficientes para esbozar un bosquejo lleno de detalles maravillosos.

Pasa el tiempo, y los personajes siguen estando allí, encerrados en su pantalla, pero reales a fin de cuentas.