Es evidente que “El justiciero de la ciudad” no es una gran película. Tampoco es una buena película, es decir, que cinematográficamente hablando no aporta gran cosa al género del thriller, pero en cambio se convirtió en un verdadero fenómeno sociológico, por conectar con un sentimiento creciente en ciertos sectores de la sociedad norteamericana de mediados de la década de los años 70, y también puede considerársela como un film seminal, puesto que su gran éxito de taquilla dará pie a todo un subgénero, el de los vengadores urbanos, personajes que combaten a su modo al mal, saltándose unas leyes que consideran demasiado permisivas.
De lo más impactante de la película es la secuencia del ataque que sufren la esposa y la hija de Paul Kersey (Charles Bronson) filmada con una crudeza que por aquel entonces no eran de lo más común ver en este tipo de films. Sin embargo, los delincuentes que la protagonizan no dejan de parecernos hoy en día bastante ridículos, aunque los granujas que Bronson se tropezará más adelante en sus correrías nocturnas tampoco se separan mucho de los más manidos clichés.
“El Justiciero de la ciudad” –aparte de su propia saga, que se arrastró hasta una quinta entrega- suscitó numerosas imitaciones, y originó no pocas controversias, porque su tesis venía a dar un determinado tipo de respuesta a una problemática social innegable: la ola de inseguridad pública que azotaba a las grandes ciudades norteamericanas en la primera mitad de la década de los años 70, resultado de una serie de variados y complejos factores económicos, sociales y culturales, y reflejo del abrupto final del “Sueño Americano”, devenido en pesadilla cotidiana para amplios sectores de la población norteamericana.