¿Qué queréis que os diga? A mí lo de ver a cualquiera de los miembros -fundadores o acoplados- de la familia rápida y furiosa paseándose sobre la atmósfera (al fin puedo hacer el chiste: hasta el infinito... ¡y a todo gas!) no me parece un aliciente ni la infinitésima parte de estimulante que lo que realmente he estado esperando ver desde hace -se dice pronto- 21 años: comprobar si Vin Diesel se arriesgaría a incorporar algún elemento novedoso a su vestuario (jersey blanco, camisa blanca sin mangas, camisa negra sin mangas y mono de mecánico). Para hallar la respuesta a tan encrucijante dilema hay que esperar hasta la ineludible barbacoa final.
Todo lo demás, por carecer a estas alturas de factor sorpresa pero no por ello menos adrenalítico, es un más y mejor de las motorizadas fantasmadas de la prole acostumbrada a rematar sus circenses espectáculos de tres pistas tuneadas con la consabida y obligatoria perorata evangélicofamiliar.
Los hay que se van. Otros que regresan -y eso incluye a su director Justin Lin, que vuelve a la carrera 8 años después de la sexta entrega-. Luego está la que reincide después de lo morrocotudamente bien que se lo pasó siendo malvada porque le encanta, es más diver y, por supuesto, está bien pagado -¡alabada seas, Charlize!-. ¿Qué más da si aparecen nuevos hermanos que jamás fueron mencionados de debajo de las piedras -por algo John Cena presume de que sus adversarios del ring 'no podían verle'- o que se reponga, física o testimonialmente (o con flashback de la novia 'maravilla' de Sung Kang) a los difuntos de la franquicia?
Aquí no hay más regla que la del puro espectáculo, carreras ilegales y persecuciones con deportivos de lujo -alguno de ellos pilotado por Helen Mirren- cosidos por el patrón argumental de las atracciones de coches de choque y una absoluta e innegociable falta de respeto por las leyes de la gravedad.
Ni que decir tiene que en esta familia sigue imperando la tolerancia cero a los coches eléctricos.