Para ¿disgusto? de los más puristas y regocijo de mitómanos un evento de magnitud luminosa y desproporcionada irrumpe en el devenir filmográfico de Wilder montando más jaleo que un elefante suelto en una cacharrería o sobre una rejilla de ventilación del metro.
Tampoco conviene perderle la pista a los brillantes episodios oníricos en que Wilder se anticipa al apogeo de las spoof movies ('De aquí a la eternidad') o el humor absurdo desde el mismísimo prólogo.
¿Tom Ewell? Francamente hay momentos -sobre todo cuando está solo y no calla ni un solo instante, con soliloquios más aptos para escenarios- en los que no me importa reemplazarlo en mi cabeza por un Glenn Ford pasado de tuercas o un advenedizo Jack Lemmon anticipándose al pistoletazo de sus colaboraciones con el director.
Por otro lado jamás he sido muy partidario de ese mantra o regla no escrita que dictamina que el salto cinematográfico de una pieza teatral preferentemente cuente con el mismo protagonista: son dos lenguajes no necesariamente parejos.
Respecto a Monroe recomiendo encarecidamente no verla en versión doblada por dos razones: su fuerte interpretativo es la mirada, y no el de dialogar con naturalidad... y por eso es precisamente tan buena cuanto más extravagantes son los gags.
La parte negativa es que si no te apañas bien con el inglés te será complicado leer a tiempo los subtítulos sin apartarle los ojos a ella. Y no exagero lo más mínimo.
Por cierto, ¿alguna vez habéis probado las patatas fritas mojadas en champán? ¡Porque están de fábula! Sobre todo si te entra la picazón del séptimo año y la tentación vive arriba.