La primera se hizo esperar, pero el chorreo de continuaciones que vino a posteriori, prolongándose hasta hoy, continúa con la tradición de serialización en toda marca fantaterrorífica que se precie. Y al igual que un puñado de killers coetáneos de los 80, la revoltosilla pandilla de Gatlin aterrizó en Dimension Films.
Se nota un leve incremento en la calidad de los efectos especiales, pero más por la forzada renovación a la que empujaba el cambio de década que debido al mayor gasto en la producción, por lo que ni los nubarrones ennegrecidos, las ventoleras repentinas o las ráfagas energéticas de poder diabólico (sic) se resienten de tanto descrédito como un guión donde, con la salvedad de un agradecido acrecentamiento de la violencia explícita y el humor -el momentazo del bingo sabe a gloria bendita, un indio místico que sabe de cosas místicas o una prescindible subtrama de terrorismo medioambiental sobre mazorcas pochas- todo da la sensación de llevar irremisiblemente al punto de origen con un desenlace idéntico.
Un tal Ryan Bollman es el nuevo villano, y aleatoriamente se peina con o sin tupé dependiendo, es de suponer, del look que le ordene llevar 'el que camina detrás de la fila', la entidad demoníaca invisible que ahora posee, entre más habilidades, la visión térmica del alienígena Predator.
David Price se encargó aquí de la que fue su segunda película, 3 años antes de dar por finiquitada su trayectoria como director (de largometrajes) con la injustamente olvidada 'Doctor Jekyll y Miss Hyde'.