El amor y la amistad son dolor y sacrificio. Son noches en vela, son taxis tomados a toda prisa a Segovia, son visitas ridículas al psiquiatra, son crímenes que se exorcizan por ser actos de ternura, son líneas de diálogo lanzadas al vacío y citas a solas en la filmoteca, pinzas de pelo robadas, lágrimas en el teatro.

Una película tan intensa, adulta, tan certera en tantos puntos se merecía ser saboreada una segunda vez, y ha estado a la altura del recuerdo que tenía de ella.

Los actores están soberbios; decir que Javier Cámara es un grande está de más, así que destaco la sensibilidad de Darío Grandinetti y la fragilidad y la fuerza de Rosario Flores.

La banda sonora toca las cuerdas justas del alma, la escena con Caetano Veloso es simplemente digna de harakiri. Y aun así a Almodóvar le sobra desparpajo para meter a Chus Lampreave haciendo de las suyas, o para confundir nuestros sentimientos acerca de actos perturbadores -véase la parte de El amante menguante (cine dentro del cine, ¡hola!)- haciéndonos esbozar una sonrisa. Y de nuevo, el personaje en sí de Benigno, tragicómico total, es también el más realista aun dentro (o precisamente a causa) de lo absurdo: el ser humano contiene en sí el poder de lo profundo, de lo tierno, de lo y lo ridículo y de lo abominable.

Lo mejor del Almodóvar serio (con permiso de Todo sobre mi madre, claro).