Rango es un camaleón en plena crisis de identidad que de la noche a la mañana se ve envuelto en una trama de corrupción en el lejano oeste. Con esta premisa Verbisnki recupera las andanzas de Brad Piit en The Mexican pero aquí el protagonista deja de lado la amplia sonrisa de la Roberts para sacarse de la chistera una lagarta con ataques paralizantes.
No es la primera vez que el director prueba suerte con la animación. Su ópera prima, Un ratoncito duro de roer, ya echaba mano de los dibujos para narrar una aventura adrenalítica. Sin embargo, es ahora cuando la animación alcanza su mayor esplendor en una de las más acertadas cintas del cineasta.
Para Rango, que lleva toda la vida entre cristales proyectando miles de personajes, su contacto con la realidad supone el desempeño del mayor papel de su vida. En un nuevo mundo necesitado de héroes, Rango asumirá el liderazgo descubriéndose a si mismo. La evolución del personaje es la gran baza con la que cuenta el filme a la que hay que asumir cierta crítica, ya vista en Wall-E, al progreso.
La peculiaridad de Rango radica en la manera de adentrarnos en el western, un género al que homenajea de manera explícita entre salones, duelos y asaltos a bancos. Los estereotipos del género encuentran su representación en cada personaje animado. Desde el sapo barman hasta los divertidísimos buhos mariachis que hacen a su vez de narradores. En estos detalles cuidados al máximo y en la impresionante factura técnica es donde el espectador encontrará la satisfacción de una cinta con momentos tan desternillantes como delirantes.

Lo mejor: los personajes están tan bien dibujados en el papel como en la pantalla.
Lo peor: la previsibilidad de ciertos pasajes