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Voto de Jordirozsa:
6
3,0
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Terror
Un estudiante decide hacer un experimento para su clase de teología intentando contactarse con fuerzas sobrenaturales. Pero nunca espera que espíritus oscuros también quiera encontrarse con él. (FILMAFFINITY)
15 de noviembre de 2023
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Si alguno de los pocos a quienes considero mis amigos intentara engarbarme en un proyecto de la misma naturaleza que el del protagonista de la película que nos ocupa, el guapísimo de ojos azules y seductora sonrisa, el actor y cantante Chris Minor, no me quedaría más remedio que quedarme sin palabras. Ante tal desatino, seguramente plantearía cualquiera de estas opciones: A) si no tuviese pareja, le sugeriría buscar una (o uno); B) derivarlo a un colega, psicólogo o psiquiatra; C) decirle que esperarse a que yo realizara un curso de exorcismo y liberación en el Vaticano, D) llevado por la conciencia de no dejar solo a mi fumqdo compañero, me aventuraría con él, previa contratación de un seguro, siempre que la póliza cubriese las posesiones, y llevarme unos cuantos recambios de calzoncillos limpios en la maleta.
Chistes aparte, cualquier director como Scott B. Hansen, que solo contaba con un cortometraje de 8 minutos protagonizado por Danny Trejo, como única experiencia previa en dirección antes de su primera incursión en el largometraje, no solo se atreve con el terror, sino que además se adentra de lleno en el complejo campo de las posesiones. Entre los cientos de filmes realizados sobre el tema, no tengo constancia de ninguno que pueda mirar todavía a los ojos a Friedkin, ni siquiera de puntillas. Por lo tanto, no se puede negar el valor de Hansen, ni tampoco su humildad para no caer en pretensiones. Hay que reconocer que, ante la inmensidad de variantes, tópicos y clichés que se han explotado en el mundo de las posesiones, Hansen es hábil al dar, o al menos hacernos creer, un toque de originalidad a su planteamiento.
Un atípico, pero aplicado, alumno de una clase de teología, llamado Brandon (Chris Minor), está tan implicado y decidido con su tesis sobre la existencia del demonio y el debate respecto a la cuestión del bien y del mal (más que un servidor), que decide, aun las advertencias de su ecosistema social de relaciones (profesor, familiares...), mostrar la realidad de la posesión en sus propias carnes. Lo cual, de por sí, ya crea un rollo bastante malsano, picando la curiosidad del espectador. Éste se identificará por lo menos con alguno de los compañeros que irán de la mano de Brandon hasta el final, ni que sea manteniendo una distancia operativa de anclaje en la realidad ante lo increíble nouménico que se manifiesta con la posesión. Por ejemplo, la estudiante de medicina que actúa como asistente médico en el experimento (Leda), o Clay (interpretado por Jake Brinn), quien se encarga de la cámara.
Éstos no son solamente colaboradores, supuestamente pagados —se lanzan a un «crowdfunding» en las redes sociales, donde también pretenderán hacer viral el experimento, y reunir los 10.000 dólares necesarios para llevarlo a cabo—, sino que también se presentan como (o evolucionan a) leales amigos, que harán todo lo posible por Brandon en el caso de que las cosas se tuerzan.
Este enfoque que nos parece tan atractivo y novedoso de entrada es tan falaz como inconsistente por dos razones fundamentales. En primer lugar, ¿a quién se le ocurriría, en caso de que fuera realmente posible y veraz, prestarse para ser poseído por uno o varios demonios con bastante mala leche, solo para probar una tesis? Ojalá mis alumnos de bachillerato tomaran tan en serio sus trabajos de investigación.
El segundo error fundamental es plantear que los asuntos relacionados con Dios o el demonio sean materia de laboratorio. Hasta donde yo sé, la teología, como rama de la filosofía, no utiliza el método científico en su hermenéutica ni en su forma de aproximación a la realidad como objeto de estudio.
Otro desacierto de Hansen, considerando lo delicado de las posesiones, fue querer demostrar a toda costa su capacidad para el «multitasking», es decir, meter mano en demasiadas cosas: dirección, fotografía, guion (que comparte con Mary J. Dixon), e incluso incursiones en la edición. Ya saben el dicho: «quien mucho abarca, poco aprieta». Al hombre solo le habría faltado interpretar al propio demonio.
No es sorprendente que, atendiendo a tantos frentes, algo de la cena se le quemara a Hansen: el montaje, la dirección de actores, y un guion poco consistente que termina descontrolándose, así como unos diálogos que, teniendo la fantástica oportunidad de situarse en el contexto de una Facultad de Teología y un exorcismo fallido que sucedió hace 20 años, desaprovechan la imperiosa necesidad de elaborar un debate más interesante y profundo en el aspecto religioso, lo cual habría enriquecido la calidad del metraje.
No estoy seguro de si creer en la tesis del bajo presupuesto; hay indicios que la respaldan y otros que no. Por un lado, elementos como la multifunción de Hansen o los actores poco conocidos, sugieren que no andaba muy holgado de «cash». Sin embargo, la presencia, aunque breve, del reconocido actor Bill Moseley, una banda sonora muy bien elaborada y de calidad por Dirk Ehlert, con la orquesta, y la participación de múltiples productores, no apoyan tal posibilidad.
Aunque los patrocinadores pudieran aportar cantidades relativamente pequeñas, incluso si hay evidencia concreta de ello, podría darse la coincidencia de que el «crowdfunding» dentro de la película refleje de manera diegética y metafórica el proceso de producción por parte de Hansen. Un curioso paralelismo entre la narrativa del filme y los desafíos reales de financiar un largometraje en el mundo del cine independiente, donde los recursos suelen ser limitados y los creadores a menudo tienen que ser ingeniosos y multifacéticos. De todos modos, si ese fuera el caso, no solo se podrían achacar los fallos a la falta de recursos económicos. Los errores suelen ser una combinación multifactorial de restricciones presupuestarias y decisiones creativas y artísticas que contribuyen a dar al traste con el asado.
Dicho esto, a pesar de garrafales y descarados errores, el producto final es mucho más digno y provechoso que otras cintas de reciente producción,
Chistes aparte, cualquier director como Scott B. Hansen, que solo contaba con un cortometraje de 8 minutos protagonizado por Danny Trejo, como única experiencia previa en dirección antes de su primera incursión en el largometraje, no solo se atreve con el terror, sino que además se adentra de lleno en el complejo campo de las posesiones. Entre los cientos de filmes realizados sobre el tema, no tengo constancia de ninguno que pueda mirar todavía a los ojos a Friedkin, ni siquiera de puntillas. Por lo tanto, no se puede negar el valor de Hansen, ni tampoco su humildad para no caer en pretensiones. Hay que reconocer que, ante la inmensidad de variantes, tópicos y clichés que se han explotado en el mundo de las posesiones, Hansen es hábil al dar, o al menos hacernos creer, un toque de originalidad a su planteamiento.
Un atípico, pero aplicado, alumno de una clase de teología, llamado Brandon (Chris Minor), está tan implicado y decidido con su tesis sobre la existencia del demonio y el debate respecto a la cuestión del bien y del mal (más que un servidor), que decide, aun las advertencias de su ecosistema social de relaciones (profesor, familiares...), mostrar la realidad de la posesión en sus propias carnes. Lo cual, de por sí, ya crea un rollo bastante malsano, picando la curiosidad del espectador. Éste se identificará por lo menos con alguno de los compañeros que irán de la mano de Brandon hasta el final, ni que sea manteniendo una distancia operativa de anclaje en la realidad ante lo increíble nouménico que se manifiesta con la posesión. Por ejemplo, la estudiante de medicina que actúa como asistente médico en el experimento (Leda), o Clay (interpretado por Jake Brinn), quien se encarga de la cámara.
Éstos no son solamente colaboradores, supuestamente pagados —se lanzan a un «crowdfunding» en las redes sociales, donde también pretenderán hacer viral el experimento, y reunir los 10.000 dólares necesarios para llevarlo a cabo—, sino que también se presentan como (o evolucionan a) leales amigos, que harán todo lo posible por Brandon en el caso de que las cosas se tuerzan.
Este enfoque que nos parece tan atractivo y novedoso de entrada es tan falaz como inconsistente por dos razones fundamentales. En primer lugar, ¿a quién se le ocurriría, en caso de que fuera realmente posible y veraz, prestarse para ser poseído por uno o varios demonios con bastante mala leche, solo para probar una tesis? Ojalá mis alumnos de bachillerato tomaran tan en serio sus trabajos de investigación.
El segundo error fundamental es plantear que los asuntos relacionados con Dios o el demonio sean materia de laboratorio. Hasta donde yo sé, la teología, como rama de la filosofía, no utiliza el método científico en su hermenéutica ni en su forma de aproximación a la realidad como objeto de estudio.
Otro desacierto de Hansen, considerando lo delicado de las posesiones, fue querer demostrar a toda costa su capacidad para el «multitasking», es decir, meter mano en demasiadas cosas: dirección, fotografía, guion (que comparte con Mary J. Dixon), e incluso incursiones en la edición. Ya saben el dicho: «quien mucho abarca, poco aprieta». Al hombre solo le habría faltado interpretar al propio demonio.
No es sorprendente que, atendiendo a tantos frentes, algo de la cena se le quemara a Hansen: el montaje, la dirección de actores, y un guion poco consistente que termina descontrolándose, así como unos diálogos que, teniendo la fantástica oportunidad de situarse en el contexto de una Facultad de Teología y un exorcismo fallido que sucedió hace 20 años, desaprovechan la imperiosa necesidad de elaborar un debate más interesante y profundo en el aspecto religioso, lo cual habría enriquecido la calidad del metraje.
No estoy seguro de si creer en la tesis del bajo presupuesto; hay indicios que la respaldan y otros que no. Por un lado, elementos como la multifunción de Hansen o los actores poco conocidos, sugieren que no andaba muy holgado de «cash». Sin embargo, la presencia, aunque breve, del reconocido actor Bill Moseley, una banda sonora muy bien elaborada y de calidad por Dirk Ehlert, con la orquesta, y la participación de múltiples productores, no apoyan tal posibilidad.
Aunque los patrocinadores pudieran aportar cantidades relativamente pequeñas, incluso si hay evidencia concreta de ello, podría darse la coincidencia de que el «crowdfunding» dentro de la película refleje de manera diegética y metafórica el proceso de producción por parte de Hansen. Un curioso paralelismo entre la narrativa del filme y los desafíos reales de financiar un largometraje en el mundo del cine independiente, donde los recursos suelen ser limitados y los creadores a menudo tienen que ser ingeniosos y multifacéticos. De todos modos, si ese fuera el caso, no solo se podrían achacar los fallos a la falta de recursos económicos. Los errores suelen ser una combinación multifactorial de restricciones presupuestarias y decisiones creativas y artísticas que contribuyen a dar al traste con el asado.
Dicho esto, a pesar de garrafales y descarados errores, el producto final es mucho más digno y provechoso que otras cintas de reciente producción,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
como «El Exorcista del Papa» (2022) o «El Exorcista Creyente» (2023), que pecan de pretenciosas y efectistas. A pesar de su evidente mayor inversión, incluso hasta el punto del despilfarro, no so tan aterradoras como el trabajo de Hansen y su equipo.
El problema de Hansen es la impresión de que “experimenta” con la claqueta en su primera incursión al largo. Con el fin de lograr su objetivo de éxito, intenta estar en todo y fiscalizar tanto que el resultado es una obra irregular, inconstante y, en momentos, inconsistente, que se pierde en las sombras de las divagaciones. Esto se nota más en el desarrollo del libreto. El progreso es a veces meditabundo y errático, y otras veces atolondrado y abocado a una acción tan precipitada que no nos da tiempo a procesar ni digerir lo que está sucediendo.
Los elementos básicos de la trama están bien concebidos, pero tanto su introducción como su avance están ejecutados a trompicones, con lagunas en algunas partes y embutidos de tal manera en otros segmentos, como en un calcetín (por ejemplo el caótico desenlace con SWAT incluido), que pierden los estribos, y hay que proceder a un aterrizaje forzoso en el que se pierde la mitad del pasaje y del cargamento.
Por otro lado, tiene puntos bien logrados, aunque en algún caso poco creíbles, pero si nos detenemos a pensar, son aceptables en aras de la libertad creativa. Uno de esos puntos es que nuestro protagonista, un bastante típico estudiante de teología caracterizado como un rebeldillo desaliñado, aficionado a las chaquetas de cuero, desafía al demonio, reta a su profesor y se pone a prueba a sí mismo, logrando experimentar lo que se proponía, pero dejando un reguero de muertes, incluida la suya.
En un despliegue final desbocado, tanto desde la puesta en escena como hasta en unos efectos de maquillaje que resultan cutres a más no poder cuando representa que Brandon está completamente infestado, se presenta de cara a la conclusión del relato, un futuro poco prometedor para Leda, quien ha sido la novia de Brandon y ahora espera un bebé suyo. Para colmo, como si perpetuara una maldición, ello parece anunciar secuela.
Brandon podría ser visto como el reflejo, el vacuo eco del experimento, considerado por algunos como uno de tantos y sin valor cinematográfico. Tanto a Hansen como a Brandon, les ocurre como al aprendiz de brujo que Ravel describe tan bellamente en su obra musical: pierden la sujeción de las riendas tras pronunciar un encantamiento, incapaces de revertir la situación. Pero lo que se les va de las manos no es precisamente una escoba; y es que un laboratorio no es lugar adecuado para un demonio.
En cuanto a los puntos brillantes de la película, tenemos la escena introductoria del exorcismo fallido, con una acción trepidante y un contexto de sótano aterrador y meticulosamente bien creado, un episodio dramático que termina en carnicería y sirve de preludio, permitiendo al espectador enlazar todos los elementos que van apareciendo. La trama está bien diseñada, y lo que falla es la puesta en escena y la ejecución.
Otro aspecto interesante es que la víctima de la posesión, a diferencia de otras películas donde suele tratarse de una mujer o de un niño, es un joven o un hombre, lo cual es menos común, y que sólo recuerdo de la película «La Posesión de Michael King» (2014), dirigida por David Jung. Es también una producción independiente y de bajo presupuesto. Desarrolla el proceso de posesión con más detalle y profundidad a lo largo de sus 83 minutos. Tenemos a un hombre que, contrariamente a lo que busca Brandon en «The Possession Experiment», pretende demostrar lo opuesto. Mientras que «La Posesión de Michael King» tiene un desarrollo equilibrado y sigue una línea clara, la de Hansen es irregular y hasta cierto punto caótica e impredecible. Sin embargo, esta imprevisibilidad que surge del caos puede ser un punto atractivo para el espectador curioso y sin prejuicios que quiera dar una oportunidad al visionado de su película.
El problema de Hansen es la impresión de que “experimenta” con la claqueta en su primera incursión al largo. Con el fin de lograr su objetivo de éxito, intenta estar en todo y fiscalizar tanto que el resultado es una obra irregular, inconstante y, en momentos, inconsistente, que se pierde en las sombras de las divagaciones. Esto se nota más en el desarrollo del libreto. El progreso es a veces meditabundo y errático, y otras veces atolondrado y abocado a una acción tan precipitada que no nos da tiempo a procesar ni digerir lo que está sucediendo.
Los elementos básicos de la trama están bien concebidos, pero tanto su introducción como su avance están ejecutados a trompicones, con lagunas en algunas partes y embutidos de tal manera en otros segmentos, como en un calcetín (por ejemplo el caótico desenlace con SWAT incluido), que pierden los estribos, y hay que proceder a un aterrizaje forzoso en el que se pierde la mitad del pasaje y del cargamento.
Por otro lado, tiene puntos bien logrados, aunque en algún caso poco creíbles, pero si nos detenemos a pensar, son aceptables en aras de la libertad creativa. Uno de esos puntos es que nuestro protagonista, un bastante típico estudiante de teología caracterizado como un rebeldillo desaliñado, aficionado a las chaquetas de cuero, desafía al demonio, reta a su profesor y se pone a prueba a sí mismo, logrando experimentar lo que se proponía, pero dejando un reguero de muertes, incluida la suya.
En un despliegue final desbocado, tanto desde la puesta en escena como hasta en unos efectos de maquillaje que resultan cutres a más no poder cuando representa que Brandon está completamente infestado, se presenta de cara a la conclusión del relato, un futuro poco prometedor para Leda, quien ha sido la novia de Brandon y ahora espera un bebé suyo. Para colmo, como si perpetuara una maldición, ello parece anunciar secuela.
Brandon podría ser visto como el reflejo, el vacuo eco del experimento, considerado por algunos como uno de tantos y sin valor cinematográfico. Tanto a Hansen como a Brandon, les ocurre como al aprendiz de brujo que Ravel describe tan bellamente en su obra musical: pierden la sujeción de las riendas tras pronunciar un encantamiento, incapaces de revertir la situación. Pero lo que se les va de las manos no es precisamente una escoba; y es que un laboratorio no es lugar adecuado para un demonio.
En cuanto a los puntos brillantes de la película, tenemos la escena introductoria del exorcismo fallido, con una acción trepidante y un contexto de sótano aterrador y meticulosamente bien creado, un episodio dramático que termina en carnicería y sirve de preludio, permitiendo al espectador enlazar todos los elementos que van apareciendo. La trama está bien diseñada, y lo que falla es la puesta en escena y la ejecución.
Otro aspecto interesante es que la víctima de la posesión, a diferencia de otras películas donde suele tratarse de una mujer o de un niño, es un joven o un hombre, lo cual es menos común, y que sólo recuerdo de la película «La Posesión de Michael King» (2014), dirigida por David Jung. Es también una producción independiente y de bajo presupuesto. Desarrolla el proceso de posesión con más detalle y profundidad a lo largo de sus 83 minutos. Tenemos a un hombre que, contrariamente a lo que busca Brandon en «The Possession Experiment», pretende demostrar lo opuesto. Mientras que «La Posesión de Michael King» tiene un desarrollo equilibrado y sigue una línea clara, la de Hansen es irregular y hasta cierto punto caótica e impredecible. Sin embargo, esta imprevisibilidad que surge del caos puede ser un punto atractivo para el espectador curioso y sin prejuicios que quiera dar una oportunidad al visionado de su película.