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Voto de Jordirozsa:
5
26 de agosto de 2022
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De factura canadiense, “Pyewacket” (2017) es una modesta producción de Adam MacDonald, quién ya se había estrenado tres años antes con “Backcountry” (2014), en la que un feroz oso nos recuerda las fechorías de otros bichos asesinos como el tiburón, el cocodrilo o la anaconda. Más recién, el realizador cuenta con un par de miniseries en su almanaque, con las que hasta la fecha no ha encontrado su sitio como posible renombrado cineasta.
En el terror, nada fácil es conseguir el propio pedestal en el panteón de los dioses. Complicado es consagrarse en este terreno, y más aún en el grado de especialista.
Habido el parto en el Festival Internacional de Cine de Toronto, se trata de una cinta que apenas ha superado los ciento cincuenta mil dólares de recaudación en lo que lleva en curso, a pesar de la cantidad de comentarios y reseñas que sobre ella se han llegado a escribir, en comparación a otras películas por el estilo, y de una bastante controvertida aceptación.
Esto denota que la historia que nos brinda MacDonald posee una base de decencia y un mínimo de buen hacer, a pesar de las múltiples limitaciones que se puedan encontrar, no sólo en un presunto bajo presupuesto del que muchos hablan (no he sido capaz de encontrar las cifras del coste de la “fiestuki” en cuestión), sino en lo técnico y, sobre todo, en lo artístico.
Una simple mirada superficial del asunto, de la que se puede sacar poco más que el convencionalísimo argumento de la archi típica trama teleñeca de sobremesa sobre los tira y afloja entre una recién enviudada burguesa de clase media-alta y su rebelde y estrafalaria hija adolescente, con tintes de terror por cable, es la que a bote pronto puede inspirar este rechazo de primer impulso, motivado además por un carácter o aire que le da la etiqueta “fashion” de turno, llamada “indie”. Así como el típico reniego, comparable al de los gruñones que en la mesa siempre se quejan de que si falta sal, pimienta, esto o lo otro, de que si “es lenta…”, “no tiene sustos…” o “le falta gore…”.
Por otro lado, hay que soportar igualmente el fastidio que genera el que otros iluminados la presenten como el “no va más” de lo que en su día apareció como lo “último” en terror.
Digamos que el realizador, que también se encarga de controlar los fogones del guion, consigue salvar los muebles de su engendro, al que no da el suficiente fuelle; sí, para que nadie (o pocos) se le meen en la jeta, pero no lo bastante como para construir algo sólido en los 90 escasos (si descontamos el “tempo” de los títulos de crédito finales) minutos que los productores y sus mortadelos le dan de cuerda; tarea de maestros si, encima, tiene que ser con un pretendido “slow burn” (otra maldita etiqueta).
No faltan los indicios que nos revelan que el canadiense sabe más o menos por donde está pisando, y hacia donde quiere llevarnos. Pero uno tiene que tomarse más de una molestia para bucear en las tripas de lo que habría podido ser (que es más de lo que es en realidad) una película mucho más potente y con más sustancia: por lo menos, nuestro cocinero es honesto e implícitamente reconoce sus torpezas e incompetencias, y no añade sustitutivos artificiales, potenciadores del sabor (siempre es preferible un plato de acelgas hervidas sosas, que una sopa de miso sabrosa a golpe de glutamato potásico).
Uno de los puntos que denota esa honestidad, es la banda sonora de Lee Malia, que apenas cubre media hora del metraje, y lo hace en la medida y los momentos adecuados con el conjunto instrumental en el que se maneja, añadidos algunos efectos y timbres de sintetizador, a falta de ingenio, conocimientos y experiencia en el uso de la orquesta. Despacha su cometido con un “suficiente”, sin empañar con estúpidos golpes de efecto la poca tensión que contribuye a generar (en su mayoría mérito suyo) a lo largo del metraje.
La fotografía de Christian Bielz se gana varios enteros, principalmente por su capacidad de transmitir agobio y estrés con los tonos que usa: más frescos y auténticos en las escenas de exteriores, y excesivamente cargados y/o saturados en algunas escenas de interior de la casa, principalmente en la desembocadura del final, en el que el acopio de amarillos se hace bastante irritante, por mucho que me aleguen que se pretenda figurar o anticipar “la alta temperatura” a la que terminará todo, o inyectar un plus de estimulación a nuestros conos, para así augmentar un nivel de “arousal” atencional que no se ha proporcionado en la mayor parte de la cinta.
La predominante concisión de los planos, y su sucesión en las escenas da a la vez una sensación de opresión e incapacidad de escapatoria de la situación creada que viven ambas protagonistas (y la convulsa relación que existe entre ellas), así como si también quisiera dar un cariz de naturalidad en la exposición de la historia, un valor añadido de “verismo”, tanto en la narración como en el hacer de los actores.
Sin embargo, un montaje con el que se pretende dar un ritmo “andante” al desarrollo de un guión pobrísimo, muy poco explotado o desplegado, genera unos huecos y elipsis que no hacen más que agrandar una serie de vacíos con los que, lo que nos cuentan, no es otra cosa que la viva imagen de un “gruyère”. Y encima, no consigue el deseado efecto de dar movimiento propio al devenir de unos hechos que indefectiblemente conducirán a una resolución atropellada y chapucera.
El trabajo de ambas principales, la novicia Nicole Muñoz (Leah), y la veterana cincuentona, no demasiado conocida, más que por su aparición en la serie “The Walking Dead” (2010, hasta la fecha), Laurie Holden (Mrs. Reyes), se mantiene en una bastante correcta interpretación, desmesurada en algunas escenas (aunque a veces, la realidad de las disputas entre padres o madres y adolescentes supere la ficción), y cuyo foco central nos revela que cualquier intención terrorífica de esta película acaba siendo la anécdota o, si me apuran,un mero toque ornamental.
En el terror, nada fácil es conseguir el propio pedestal en el panteón de los dioses. Complicado es consagrarse en este terreno, y más aún en el grado de especialista.
Habido el parto en el Festival Internacional de Cine de Toronto, se trata de una cinta que apenas ha superado los ciento cincuenta mil dólares de recaudación en lo que lleva en curso, a pesar de la cantidad de comentarios y reseñas que sobre ella se han llegado a escribir, en comparación a otras películas por el estilo, y de una bastante controvertida aceptación.
Esto denota que la historia que nos brinda MacDonald posee una base de decencia y un mínimo de buen hacer, a pesar de las múltiples limitaciones que se puedan encontrar, no sólo en un presunto bajo presupuesto del que muchos hablan (no he sido capaz de encontrar las cifras del coste de la “fiestuki” en cuestión), sino en lo técnico y, sobre todo, en lo artístico.
Una simple mirada superficial del asunto, de la que se puede sacar poco más que el convencionalísimo argumento de la archi típica trama teleñeca de sobremesa sobre los tira y afloja entre una recién enviudada burguesa de clase media-alta y su rebelde y estrafalaria hija adolescente, con tintes de terror por cable, es la que a bote pronto puede inspirar este rechazo de primer impulso, motivado además por un carácter o aire que le da la etiqueta “fashion” de turno, llamada “indie”. Así como el típico reniego, comparable al de los gruñones que en la mesa siempre se quejan de que si falta sal, pimienta, esto o lo otro, de que si “es lenta…”, “no tiene sustos…” o “le falta gore…”.
Por otro lado, hay que soportar igualmente el fastidio que genera el que otros iluminados la presenten como el “no va más” de lo que en su día apareció como lo “último” en terror.
Digamos que el realizador, que también se encarga de controlar los fogones del guion, consigue salvar los muebles de su engendro, al que no da el suficiente fuelle; sí, para que nadie (o pocos) se le meen en la jeta, pero no lo bastante como para construir algo sólido en los 90 escasos (si descontamos el “tempo” de los títulos de crédito finales) minutos que los productores y sus mortadelos le dan de cuerda; tarea de maestros si, encima, tiene que ser con un pretendido “slow burn” (otra maldita etiqueta).
No faltan los indicios que nos revelan que el canadiense sabe más o menos por donde está pisando, y hacia donde quiere llevarnos. Pero uno tiene que tomarse más de una molestia para bucear en las tripas de lo que habría podido ser (que es más de lo que es en realidad) una película mucho más potente y con más sustancia: por lo menos, nuestro cocinero es honesto e implícitamente reconoce sus torpezas e incompetencias, y no añade sustitutivos artificiales, potenciadores del sabor (siempre es preferible un plato de acelgas hervidas sosas, que una sopa de miso sabrosa a golpe de glutamato potásico).
Uno de los puntos que denota esa honestidad, es la banda sonora de Lee Malia, que apenas cubre media hora del metraje, y lo hace en la medida y los momentos adecuados con el conjunto instrumental en el que se maneja, añadidos algunos efectos y timbres de sintetizador, a falta de ingenio, conocimientos y experiencia en el uso de la orquesta. Despacha su cometido con un “suficiente”, sin empañar con estúpidos golpes de efecto la poca tensión que contribuye a generar (en su mayoría mérito suyo) a lo largo del metraje.
La fotografía de Christian Bielz se gana varios enteros, principalmente por su capacidad de transmitir agobio y estrés con los tonos que usa: más frescos y auténticos en las escenas de exteriores, y excesivamente cargados y/o saturados en algunas escenas de interior de la casa, principalmente en la desembocadura del final, en el que el acopio de amarillos se hace bastante irritante, por mucho que me aleguen que se pretenda figurar o anticipar “la alta temperatura” a la que terminará todo, o inyectar un plus de estimulación a nuestros conos, para así augmentar un nivel de “arousal” atencional que no se ha proporcionado en la mayor parte de la cinta.
La predominante concisión de los planos, y su sucesión en las escenas da a la vez una sensación de opresión e incapacidad de escapatoria de la situación creada que viven ambas protagonistas (y la convulsa relación que existe entre ellas), así como si también quisiera dar un cariz de naturalidad en la exposición de la historia, un valor añadido de “verismo”, tanto en la narración como en el hacer de los actores.
Sin embargo, un montaje con el que se pretende dar un ritmo “andante” al desarrollo de un guión pobrísimo, muy poco explotado o desplegado, genera unos huecos y elipsis que no hacen más que agrandar una serie de vacíos con los que, lo que nos cuentan, no es otra cosa que la viva imagen de un “gruyère”. Y encima, no consigue el deseado efecto de dar movimiento propio al devenir de unos hechos que indefectiblemente conducirán a una resolución atropellada y chapucera.
El trabajo de ambas principales, la novicia Nicole Muñoz (Leah), y la veterana cincuentona, no demasiado conocida, más que por su aparición en la serie “The Walking Dead” (2010, hasta la fecha), Laurie Holden (Mrs. Reyes), se mantiene en una bastante correcta interpretación, desmesurada en algunas escenas (aunque a veces, la realidad de las disputas entre padres o madres y adolescentes supere la ficción), y cuyo foco central nos revela que cualquier intención terrorífica de esta película acaba siendo la anécdota o, si me apuran,un mero toque ornamental.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Ya no sólo por lo anodina que puede resultar, al final, cualquier presencia maligna que se pueda antojar real, más allá de la fantasía enfermiza de Leah, sino por lo sugerente (y por ende que otorga auténtico interés a la trama) que se apercibe la idea de que, todo lo que está ocurriendo, pueda ser mero fruto de la enferma mente de la chica.
Esta hipótesis sobre el argumento cobró fuerza en mí, ya desde el momento en el que la atención narrativa se focaliza casi exclusivamente en la tóxica relación que mantienen madre e hija; lejos de lo disparatado e irreal que puedan parecer las actitudes, emociones y comportamientos de ambas (que enseguida son utilizados para tachar sus interpretaciones de poco creíbles), esta localización de la acción en el tándem no deja muchas dudas sobre la intención del guionista-director: pretender sugerir un doble filo en la diégesis, y por lo tanto ese perpetuo giro que sirve de constante comodín para mantener viva la cuestión: ¿es real, el demonio invocado por Leah, para “hacer desaparecer a una madre malvada y castradora”; o todo es producto de un patológico proceso de duelo mal conducido? (la elíptica defunción del padre, que ni se molestan a presentarnos como introducción, es el desencadenante de todo).
Esta posible deriva del guion, que no sabría discernir si es fruto de la pericia de MacDonald, o de una casual y sobrevenida circunstancia que permite la doble interpretación (llamémosla chiripa), viene reforzada por el carácter, ya no secundario, sino puramente decorativo y afiligranado de los personajes secundarios.
Excepto la “amiga del alma” de Leah, su incondicional Janice (Chloe Rose), a la que parece estar más unida, y más enamorada que de su novio “oficial”, Aaron (el guapete Eric Osborne), el resto de actores (que precisamente conforman el sector masculino del elenco, oh casualidad!) no pasan de la categoría de meras estatuas, sombras, fantasmas, o como prefieran llamarlo. Incluso a nivel de diálogos, es como si se hubiera reservado una mínima sustancialidad dramática a la tríada Leah, Mrs. Reyes (la mamá) y Janice.
Cualquier trasfondo o sustrato de todos y cada uno de estos adláteres sin trascendencia alguna es inexistente. Tal si fueran hologramas, o incluso, metafóricamente hablando, simples creaciones o proyecciones mentales de una mente perturbada.
El esquema resolutivo final, en el que en aras de los supuestos fenómenos paranormales circundantes, tenemos a hijo(a) cabreado(a) que se cisca a su progenitora (voluntariamente o accidentalmente, conscientemente o bajo el efecto de presuntos poderes malignos), y consiguiente confrontación con el oscuro abismo de lo perpetrado, es algo que con más o menos gracia veremos repetido en las no menos inspiradoras “The Open House” (2018), de Matt Angel y Suzanne Coote; o, la mucho mejor elaborada y más cruda, austriaca, “Ich seh, Ich seh” (2014), de Severin Fiala y Veronika Franz. Evidentemente, con un ángulo de perspectiva distinto, desde el punto narrativo, que confiere a cada cinta una vertiente temática diferente. Pero con el denominador común de la duda sobre la naturaleza y el estado mental de los personajes.
Independientemente de que los creadores de “Pyewacket” (2017) quisieran introducir y/o mantener esta duda, que se genera principalmente una vez Leah convierte a su madre en un “steak flambé”, les falta la capacidad de hacer una incisión más profunda bajo la epidermis de una historia de lo más ordinario, una especie de psicodrama, y sacarle más miga al tema de la brujería y de los rituales, cuyo tratamiento en la película resulta bién interpretado a partir de la segunda mitad, pero muy poco elaborado en lo que respecta al contenido.
Algo de lo que habrían podido ser perfectamente capaces, dado lo sugerente e interesante que es la figuración visual de Leah haciendo el ritual en un árbol, y la relación que éste tiene con la representación del “imp” (diablillo del folklore) llamado Pyewacket.
Esta hipótesis sobre el argumento cobró fuerza en mí, ya desde el momento en el que la atención narrativa se focaliza casi exclusivamente en la tóxica relación que mantienen madre e hija; lejos de lo disparatado e irreal que puedan parecer las actitudes, emociones y comportamientos de ambas (que enseguida son utilizados para tachar sus interpretaciones de poco creíbles), esta localización de la acción en el tándem no deja muchas dudas sobre la intención del guionista-director: pretender sugerir un doble filo en la diégesis, y por lo tanto ese perpetuo giro que sirve de constante comodín para mantener viva la cuestión: ¿es real, el demonio invocado por Leah, para “hacer desaparecer a una madre malvada y castradora”; o todo es producto de un patológico proceso de duelo mal conducido? (la elíptica defunción del padre, que ni se molestan a presentarnos como introducción, es el desencadenante de todo).
Esta posible deriva del guion, que no sabría discernir si es fruto de la pericia de MacDonald, o de una casual y sobrevenida circunstancia que permite la doble interpretación (llamémosla chiripa), viene reforzada por el carácter, ya no secundario, sino puramente decorativo y afiligranado de los personajes secundarios.
Excepto la “amiga del alma” de Leah, su incondicional Janice (Chloe Rose), a la que parece estar más unida, y más enamorada que de su novio “oficial”, Aaron (el guapete Eric Osborne), el resto de actores (que precisamente conforman el sector masculino del elenco, oh casualidad!) no pasan de la categoría de meras estatuas, sombras, fantasmas, o como prefieran llamarlo. Incluso a nivel de diálogos, es como si se hubiera reservado una mínima sustancialidad dramática a la tríada Leah, Mrs. Reyes (la mamá) y Janice.
Cualquier trasfondo o sustrato de todos y cada uno de estos adláteres sin trascendencia alguna es inexistente. Tal si fueran hologramas, o incluso, metafóricamente hablando, simples creaciones o proyecciones mentales de una mente perturbada.
El esquema resolutivo final, en el que en aras de los supuestos fenómenos paranormales circundantes, tenemos a hijo(a) cabreado(a) que se cisca a su progenitora (voluntariamente o accidentalmente, conscientemente o bajo el efecto de presuntos poderes malignos), y consiguiente confrontación con el oscuro abismo de lo perpetrado, es algo que con más o menos gracia veremos repetido en las no menos inspiradoras “The Open House” (2018), de Matt Angel y Suzanne Coote; o, la mucho mejor elaborada y más cruda, austriaca, “Ich seh, Ich seh” (2014), de Severin Fiala y Veronika Franz. Evidentemente, con un ángulo de perspectiva distinto, desde el punto narrativo, que confiere a cada cinta una vertiente temática diferente. Pero con el denominador común de la duda sobre la naturaleza y el estado mental de los personajes.
Independientemente de que los creadores de “Pyewacket” (2017) quisieran introducir y/o mantener esta duda, que se genera principalmente una vez Leah convierte a su madre en un “steak flambé”, les falta la capacidad de hacer una incisión más profunda bajo la epidermis de una historia de lo más ordinario, una especie de psicodrama, y sacarle más miga al tema de la brujería y de los rituales, cuyo tratamiento en la película resulta bién interpretado a partir de la segunda mitad, pero muy poco elaborado en lo que respecta al contenido.
Algo de lo que habrían podido ser perfectamente capaces, dado lo sugerente e interesante que es la figuración visual de Leah haciendo el ritual en un árbol, y la relación que éste tiene con la representación del “imp” (diablillo del folklore) llamado Pyewacket.