No conozco apenas el cine de Jean Luc Godard. No sabría decir cuántas de sus películas he visto. Cinco, seis a lo sumo, no más. Y, en su mayor parte, pertenecientes a la época de sus inicios, los años 60 del pasado siglo. Si tenemos en cuenta que su filmografía alcanza decenas de títulos, y que aún se encuentra en desarrollo, se trata de un conocimiento pírrico. Pero Godard, aun cuando solo sea por las resonancias míticas de su nombre, es uno de esos autores que me atrae y me convoca. Harina de otro costal será la valoración que me merezcan sus cintas, no siempre de digestión sencilla. Es el caso de su última entrega, 'El libro de imágenes'. Una propuesta de corte absolutamente experimental, confeccionada a base de material ajeno, y alejada de cualquier elemento de narración convencional. Eso sí, me ha hipnotizado durante sus ochenta y cinco minutos como pocas veces lo ha hecho una película.

Y con eso me quedo. Soy de los que prefieren el cine de dramaturgia 'clásica'. Narración más o menos lineal; planteamiento, nudo y desenlace al servicio de un argumento. Pero no le hago ascos a obras que se alejen de esos parámetros, si son capaces de sacudirme sensorialmente. 'El libro de imágenes' lo hace: soy incapaz de despegar la vista de la pantalla a lo largo de todo su metraje. Y me sumerjo en lo que sugiere, me desazona su distorsión de referentes y su extremada fragmentación. Un viaje continuo entre imagen, sonido, oscuridades y silencios que no te da reposo. Lamento no conocer buena parte del origen de su material: asumo que es una referencia que enriquece la percepción, y no cuento con ella. Aún así, la experiencia me resulta más que satisfactoria, y me invita a seguir buceando en ese corpus amplio y (doy por sentado que) rico. Tiempo al tiempo.