La gente por aquella época no sabía muy bien lo que hacer. Existían tipos locos, sí, pero nadie les hacía mucho caso. Un día me encontré con Salvador Dalí y le lleve a la casa de mi difunta abuela. Él estaba planeando algo grande. Me dijo que le ayudara con un proyecto plus ultra de éxtasis total. Dalí me decía que traficaba con hormigas. Y el cabrón se reía. Le encantaban los insectos y a mi me tomó como tal en un acto de magia negra que no olvidaré jamás. Era una noche luminosa llena de pianos y hormigas. Dalí se sentó sobre la mesa, cerró sus ojos y empezó a representar un ritual invocador de la persona-bici. Al cabo de 5 minutos sonó el ruido de una dinamo en una de las ventanas de arriba de la casa de mi abuela. Dalí y yo subimos arriba correteando por las escaleras y abrimos la ventana. En la calle había un hombre, el cual estaba siendo apedreado. Un galán con sombrero le lanzó una piedra de 20 kilos y aquel hombre la remató de cabeza. Eureka! Al instante, perdió el conocimiento mientras le seguían apedreando. Yo estaba confuso. Dalí también, pero se le veía una sonrisa pícara bajo su bigote e incluso déspota. De repente, la muchedumbre se alejo del hombre apedreado, cuando éste levantó su brazo y señaló al cielo. Todos como tontos miraron a la luna y no encontraron nada. No sabían el significado de su gesto, pero el seguía ahí señalando, y los otros mirando. Yo tampoco sabía de que iba la historia pero creo que Dalí estaba muy seguro de lo que estaba pasando, pues ese hombre que estaba en el suelo, era su gran amigo Buñuel.