La línea que divide según la religión católica la bondad de la maldad es, a tenor de esta película, tan borrosa como retorcida. Bajo sus enseñanzas, el sufrimiento se presenta cómo la forma de redimir los pecados y alcanzar el cielo. Ya ven: el bien, el mal, todo mezclado.

En un mundo aferrado ya al siglo XXI, y también a lo material, a lo tangible y a ese vértigo de las apariencias, poco espacio encuentra lo espiritual para hacerse notar. Precisamente de ello se lamenta en un momento determinado Maud, la protagonista de la película, todavía no aupada a los altares de la santidad, hecho que ocurrirá más tarde y de la manera menos ortodoxa.

“Saint Maud” rinde alabanzas a dioses (para mí) menores de la cinematografía actual como Ari Aster (“Hereditary”) o el David Robert Mitchell de “Lo que esconde Silver Lake”; pero, por fortuna, Rose Glass también le enciende más de una vela a otras figuras bendecidas con el toque de la genialidad como Robert Eggers (“La bruja”) o el David Robert Mitchell de “It Follows”. Además, y si eliminamos ciertos recursos fantásticos, la directora y guionista británica reverencia en su primer film la angustia bergmaniana por la ausencia de Dios.

En definitiva, planteada tanto como una peregrinación al terror psicológico como por un ascenso a ciertos estados alterados, “Saint Maud” tal vez sea el reflejo de la maldad que está haciéndose notar cada vez más al calor de este (en apariencia) ‘mundo feliz’ del siglo XXI.

Y es que así finaliza esta cinta oscura, enigmática e irritante, con una chispa de calor en forma de fuego redentor.

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