La rutina, los niños, la casa, el trabajo… Esas cosas que conforman lo que llamamos vida es lo que ha extinguido por completo a una pareja de mediana edad que ante la inminente desaparición de uno de ellos debido a una enfermedad terminal les hace reflexionar sobre sus propios lazos y dónde y cómo han ido perdiendo esa esperanza juntos.

Para esta historia la directora nórdica Maria Sødahl realiza un drama sobrio, tranquilo, real y en tono aséptico, casi clínico, fotografiado por Manuel Alberto Claro (habitual de Lars Von Trier) apoyándose por completo en la cotidianidad de la vida y en las maravillosas interpretaciones de Andrea Bræin Hovig y el siempre solvente Stellan Skarsgard.

El problema es precisamente la virtud de la cinta, “la frialdad” con una pátina de realidad constante y la cierta distancia emocional con la que aborda el tema. Ese tono provoca una ausencia casi absoluta de ritmo en una primera hora que debería conmover más de lo que realmente hace y no es realmente hasta los últimos momentos y las últimas escenas que no consigue elevar el interés por esta historia.

Es precisamente en ese último tercio la directora realiza diferentes “trucos” en el montaje (tanto visual como sonoro) y distintas reacciones y decisiones narrativas más dramáticas que consigue que la película consiga encontrar su hueco y sentido.

Por eso cuando termina te queda un sabor agridulce, porque todo ese último arco requería algún gancho al principio para que todo el conjunto fuese más redondo.