No repitamos una vez más la ya clásica frase del maestro sobre el cine como juguete, pero al visionar la película uno no puede dejar de imaginarse y casi ver al Welles director trasteando con los diferentes elementos a su disposición, precarios unos, no tanto otros, sin atinar del todo a montar el puzzle que él mismo ha planteado.

La exuberancia y la belleza de esta película no están en el resultado final, resultado que, por otra parte no es único, sino múltiple, atendiendo a los diferentes montajes que pululan por ahí (vease edición Criterion), sino en la potencia de sus diferentes partes, en la dinámica, en la cinemática, en el magnetismo como aglomerador de mitos de ese Arkadin, personaje imposible y delirante, encarnado por Orson Welles.

Es habitual que los genios ofrezcan más preguntas que respuestas. Mister Arkadin, como Othello, es algo más que una película. Es obra de arte y diario encriptado.