Plantada con cariño bajo la tierra bien abonada de un buen guión. Regada con el mimo de una cámara que busca llenar de esencia vital cada milímetro de historia. Puesta bajo la cálida luz de unos focos que no hacen sombra, sino que iluminan todas sus virtudes. Con dedicación, pasión y esmero, es como el pequeño gran Woody Allen, en su faceta más botánica, ha plantado el hermoso y devastador jazmín que es Cate Blanchett en su última película.

Pocas veces la labor director - protagonista está tan unida como en la última obra del director neoyorquino. Una pequeña oda a la opulencia desoladora de la sociedad; a la apariencia vacua de emociones; al desengaño y al autoengaño. Allen, retoma sus pequeñas patologías clásicas, aquellas que sus seguidores tantas veces hemos visto en la gran pantalla para retratar a una mujer presa de los más crueles vicios del subconsciente humano. Un personaje redondo que cae en manos de una Cate Blanchett simplemente perfecta. Faltan adjetivos para describir la interpretación de una mujer que de la histeria al humor recorre en 90 minutos todas las aristas más afiladas de un alter-ego devastado por su pasado e incapacitado de mirar al futuro con la libertad que otorga la catarsis de los temores propios.

Esa simbiosis que se establece entre el realizador y su musa, hace de "Blue Jasmine" una obra casi redonda, en la que pocas cosas sobran; sí quizás alguna historia paralela definida de manera difusa. Sin embargo, y tras su periplo por Europa, Allen recupera el tono de sus películas más clásicas, ofreciendo un recital de todas sus virtudes como director y guionista, pero sin ofrecer nada nuevo más allá de su gigantesca genialidad. Ironía, lascivia, sarcasmo, angustia, sufrimiento, la muerte, el sexo... todo está ahí, y además con el añadido de un rostro sublime para expresar todas las inquietudes existenciales de un director que ya una vez más, regala una película que perdura en el subconsciente y que invita a revisiones varias.