Sitges. Sala Tramuntana. Allí dónde a veces se habían completado las 400 plazas, nos situábamos no más de treinta personas, con varias butacas de separación entre cada uno; la mayoría sin compañía, como en mi caso.
Una voz se alza desde la primera fila de entre quienes iban acompañados, y dice algo así: esto es como la de Doce del patíbulo, al final quedaremos cuatro gatos. Y, sorprendentemente, al final estuvo bastante equivocado, pues sólo caí en la cuenta de un hombre que salió cuando el filme llevaba "apenas" media hora.

En cuento a la película, teniendo en cuenta que era mi primera experiencia con el director filipino, me sorprendió gratamente. Al principio, con la aparente pretensión de mostrar escenas cargadas de simbolismos y con muestras varias de actuaciones algo rocambolescas, fui algo reacio a entrar en la película. Pero después, con el paso paulatino de los minutos, fui envolviéndome en ella casi sin darme cuenta. Las composiciones cargadas ya no me producían rechazo sino que las recorría perdiéndome en ellas. Cada plano, como un cuadro fijo, nos permitía a los espectadores recorrer sus entresijos con bastante tiempo, explorando sus grises e intensos negros, a la vez que se trazaban las pinceladas de la historia; que aún "lejana" a nosotros, nos invita a meditar sobre la situación del país y nos muestra explícitamente la opinión de Díaz al respecto.

¿La trama? Casi esperpéntica; como un dron que sobrevuela las calles de un poblado rural. En varios momentos del visionado puede ocurrir que nos olvidaremos de ella, y que nos detengamos entonces a ensoñar en ciertas escenas que nos permiten respirar; para, tras ello, volver a sumergirnos en el negro de la eterna noche.

Cuando se acabó la película para mí fue una sorpresa, pues aún pensaba que quedaban dos horas de las casi cinco. El tiempo se diluyó ante mí a la par que se sucedían los paisajes urbanos de Manila.

Me preguntan fuera al salir y al ver de nuevo el sol: ¿Te ha gustado?
Respondo sonriente: Sí, bastante