Cinta de espías donde un veterano Robert Redford recibe en su día de jubilación la noticia de que su pupilo favorito se ha metido en problemas. Aunque anunciada como un duelo actoral, Brad Pitt no pasa de mero secundario, un simple reclamo para el gran público. La película es de Redford, el más listo de los agentes, la leyenda, el artista de la Agencia, que entra en una habitación y les mira a todos como diciendo "me voy a reír en vuestra cara". Y lo hace, se ríe en sus caras. Es el mito viviente al que unos niñatos modernos, aficionados a la tecnología, dan por acabado. No saben con quién están tratando, señores.

Trama de despachos, aligerada con flashbacks, que funciona a pesar del montaje acelerado y toda esa dirección grandilocuente de Tony Scott. Más que de Ridley, parecía hermano de Michael Bay. En la escena de la azotea, momento de confrontación entre los personajes, donde se escupen verdades y afloran los dilemas, Scott se empeñó en utilizar un helicóptero. ¿Por qué, Tony? En esa misma escena, Pitt, no se sabe si por exigencias del guion o para demostrar que es actor de método, va y, visiblemente alterado, tira una silla al vacío (una silla que podría haber caído encima de una persona). La conversación que mantienen resulta muy interesante, instructiva, pero yo no pude dejar de pensar en el vuelo de esa silla. Se supone que los espías están encargados de protegernos, que hacen todo el trabajo sucio a cambio de mantener el orden en la sociedad, que son nuestros salvadores... y van y tiran una silla al vacío. No te puedes fiar de esa gente.