Roma son dos películas con un ensamble lógico pero no del todo armónico.

Por un lado un amargo escritor diseñando su salida de escena, en contrapunto con un asistente que esta empezando su carrera. En este juego se ponen de manifiesto los puntos en común que unen a dos separaciones diferentes y recelosas por distintos motivos una de la otra.

Por el otro lado, la infancia y juventud del escritor en proceso de retiro, recordadas con la excusa de la publicación de una autobiografía.

Esa primera película goza de una notable actuación de Sacristán, haciendo del malhumorado escritor un personaje simpático y generador de empatía. El desarrollo de esa historia (la relación del escritor con el tipeador) es breve y predecible, pero aún así agradable de seguir.

La segunda película (el recorrido por infancia y juventud) tiene muchos altibajos y muchos lugares comunes. La construcción de personajes parece muy estereotipada (los universitarios, los militantes, los chupacirios, los rebeldes, etc ) desprovista de la complejidad apropiada. Por otra parte también hay una idealización repetitiva de los años ’60 y ’70. En ese sentido me recordó a Los Soñadores de Bertolucci. Con una diferencia en contra de Roma: las referencias culturales en la película de Bertolucci son sostenidas por discusiones y argumentos, mientras que aquí parece un catálogo editorial de autores (en su forma más patética en la caminata del protagonista con Renee). La supuesta influencia de la madre, Roma, parece quedar plasmada en el sacrificio económico para que el egomaníaco protagonista pueda vivir lejos del país. Antes de eso, Roma es uno más de los personajes secundarios que en la poco problemática estructura del relato sólo sirven para dar el pie para las supuestas respuestas brillantes y libertarias del protagonista.
Con su alusión obligada a la represión ejercida desde los aparatos estatales la película cierra de forma abrupta el relato autobiográfico, dejando la sensación de incompletitud.